El mes de junio es la promesa de la cosecha nueva.

Si en los primeros meses de la primavera cada día nos sorprende con los nuevos brotes y el crecimiento rápido de los tallos y las hojas, la prisa de todas las plantas que pugnan por henchirse con urgencia, el mes de junio es la plenitud lograda, la manifestación de su expresión máxima.

Las praderas se cubren de hierba nueva y flores de todas las especies, en especial margaritas de botón amarillo y alas blancas. los escaramujales son un derroche de rosas rosadas diminutas, y los trigos se salpican de amapolas rojas que dejan un olor penetrante si las deshojamos entre las manos.

Las parras que había en la parte delantera de muchas casas se cargaban de sarmientos y hojas preparando los racimos nuevos, y las cepas de las viñas recuerdan un mar de hojas verdes entre las que pueden verse los racimos incipientes que algún día de otoño colmarán los cestos y se desangrarán hechos mosto en los lagares.

Ya han brotado los garbanzos puestos a mediados de mayo, y también las patatas sembradas a finales de abril. Las alubias se ponen pasado el peligro de las heladas de mayo que son muy temidas porque echan a perder los tallos verdes y maladan toda la cosecha. En alguna tierra cercana al pueblo solían ponerse unos cuantos surcos de alubias blancas pensando en cogerlas como vainillas por el verano para el gasto de casa.

En los huertos las cebollas y los ajos van poniéndose en su punto, y se recogen hacia la semana de San Juan, conservándose en ristras colgadas del techo para ir consumiendo a lo largo del año. Ya pueden empezar a arrancarse las primeras lechugas sembradas entre febrero y marzo, que seguirán llegando hasta septiembre para ir llevándolas desde la huerta hasta la mesa.

Los árboles frutales no son los más abundantes en nuestros pueblos, pero sí hay ciruelos, manzanos y algunos guindales o cerezos. Pegado a una pared de piedra se levanta un membrillero, seguramente el único membrillero del pueblo, y con los soles de otoño esparce un olor dulce y bueno que puede olerse desde bien lejos.

La primera fruta que llega son los perucos de la última semana de junio, de pequeño tamaño pero muy sabrosos, que los chicos buscábamos como una golosina de las buenas. Los manzanos suelen ir algo más retrasados y no darán las primeras manzanas hasta agosto. Las reinetas son más bien de invierno, pequeñas y algo deslucidas, pero de un sabor intenso que se recuerda siempre.

A finales de junio se segaba la hierba del prado y la primera mano de las alfalfas, que se dejaba secar y después se metía bajo teja para dar de comer a la yunta y a las ovejas cuando las témporas no dejaban que salieran de careo.

Los cirates de los ríos y los arroyos en junio se cubrían de cenizos, tambarillas y gramas que los que tenían conejos salían a recolectar a media tarde y volvían con brazados de pienso para que comieran verde.

A últimos de mes llegaban cuadrillas de esquiladores y afiladores gallegos, y también los trilleros de Cantalejo con su cargamento de trillos, cribas, horcas y bieldos, y durante unos días se oían los golpes de los martillos reponiendo las piedras de pedernal que se perdían trillando. Estábamos a las puertas del verano.

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