Setas, acederas y otras exquisiteces de nuestra tierra.

Una de las ventajas de contar con una zona de secano y otra de regadío es la variedad de plantas comestibles que nacen en nuestro campo, y su abundancia en las cuatro estaciones del año.

Destaca especialmente las variedades de setas. Antes de la parcelación de las tierras había mucho más terreno sin sembrar y las setas proliferaban en muchas zonas que ahora han desaparecido por la roturación de liegos y coladas. Las rileras o senderillas nacían en las praderas más frescas al arrimo de algún arroyo. Las del rabo a medio lado, o de cardo, salían en sitios con menos humedad, y eran de mayor tamaño. Las unas y las otras siguen saliendo todos los años en su época. Los que creo que cada vez hay menos son hongos por los cambios agrícolas, aquellos hongos de sabor profundo, frescos de recién salidos y hermosos como sombreros de grandes, que los pastores y las pastoras asaban a las ascuas en una lumbre echa en las majadas, y sabían a gloria con su pizca de sal y un hilillo de aceite.

En primavera salían las acederas, los berros y las lecherejas, de un sabor ligeramente ácido que ponían un punto muy especial a una buena ensalada. Casi han desaparecido desde que se encañaron los arroyos que atravesaban las parcelas concentradas y se cegaron o encañaron la mayor parte de las fuentes y los cubillos que antes manaban en cualquier vallejo.

En pleno verano en los altos que rodean el pueblo maduraban las flores de la manzanilla real y del espliego, y las cortábamos haciendo manojos con ellas. La infusión de manzanilla era buena para el dolor de tripa, y las matas de espliego, que también se llama lavanda, se ponían boca abajo en ramitos para que se secaran y luego se colocaban dentro de los armarios o en jarrones para que diesen buen olor a la casa.

Desde mediados de agosto salíamos por los caminos en busca de tierras sembradas de titos o de garbanzos, que es cuando el grano todavía no ha empezado a secarse y tienen el sabor fresco y dulce de las más refinadas golosinas. Rara vez arrancábamos alguna mata suelta, y lo normal es que cogiéramos un puñado de vainas y nos las fuéramos comiendo satisfechos de vuelta al pueblo. Las vainas de los garbanzos tienen un ligero sabor a sal, que al abrirlas con los dientes para sacar los garbanzos de dentro se nos quedaba en la punta de la lengua.

A principios de otoño maduraban las moras, las endrinas y las majuelas. Las frutas de los endrinos tienen un sabor agrio, y las majuelas son más pequeñas y de un color rojo muy atractivo, con un sabor algo seco que no llega a ser desagradable, y nos las comíamos directamente de la planta. Las moras eran las más buscadas, y las cogíamos felices aunque nos pincháramos con las espinas de las ramas al arrancarlas. Eran una verdadera delicia en la boca, lo mismo si nos las comíamos recién cogidas del moral que si las llevábamos a casa y las endulzábamos con una cucharada de azúcar o con vino y azúcar, que era como más nos gustaban.

El mes de octubre es el mes de las bellotas, y la gente iba al monte con sacos a cogerlas. Las de algunos árboles eran dulces y las de otros amargas. Las bellotas se comieron mucho en nuestros pueblos, crudas o asadas. Si se asaban, había que arparlas un poco para que no estallaran.

Sin lugar a dudas, la disponibilidad de una gama tan amplia de plantas comestibles que han nacido siempre de manera natural en nuestro contorno ha contribuido a quitar el hambre a los hombres y mujeres que han vivido en nuestros pueblos desde el principio de los tiempos. El cambio de hábitos de comida nos ha llevado a olvidar la importancia mantenida durante siglos enteros, y tal vez debiéramos poner en valor todo lo que representó para nuestros ancestros la recolección de plantas y frutos comestibles para su sustento. Hoy les honramos recordándolo.

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