Por San Isidro, los garbanzos. Por San Antonio las alubias. Los ajos se sembraban hacia San Martín y se recogían por San Juan. El santoral ha sido durante siglos y siglos el verdadero calendario de los pueblos. En el comedor de mi casa había un taco con una hojita por cada día del año pegado a la pared con miga de pan, que venía el día de la semana en negro y los domingos y festivos pintados de rojo muy fuerte. Al levantarnos por la mañana los chicos corríamos a arrancar la hoja para que nos leyeran lo que ponía. Algún acertijo, una coplilla, algún dicho sentencioso que casi nunca entendíamos y el repertorio del Calendario Zaragozano.
San Antonio sigue siendo el mejor tiempo para ponerlas, sobre todo en luna llena, y después de la Virgen de septiembre empieza la tarea de ir a cogerlas, acarrearlas, trillarlas o apalearlas, limpiarlas y desmotarlas.
-Hoy iremos a sembrar alubias porque dice el taco que empieza la luna llena que es cuando mejor agarran y llevaremos el carro con los sacos de la simiente, así que podemos ir todos y así nos ayudáis.
Era un poco como si fuéramos mayores. Hacíamos un pozo con una azadilla hasta que aparecía la tierra un poco más oscura por la humedad, echábamos cinco alubias de una cesta pequeña que llevábamos y volvíamos a taparlo todo dejando la tierra hueca.
-No echéis más que cinco en cada golpe, que si no ni medran ni dan nada, y no os quedéis a tantas pamplinas que es más el trabajo que dais que otra cosa.
Después de sembrarlas viene un tiempo largo en el que hay que estar pendiente de ellas, mirar a ver si nacen y reponer algún vano, escardarlas, regarlas en los días de más calor, preocuparse de las heladas de septiembre que echan a perder la hoja y cuando llegan ir a cogerlas, amontonarlas en la tierra, acarrearlas a las eras y trillarlas o apalearlas.
La trilla era otra tarea divertida para los chicos. Subidos en el trillo con los ramales en una mano y la tralla en la otra, dábamos vueltas y vueltas con la yunta alrededor de la parva hasta que llegaba la hora de recogerla. Aún había que beldar, cribar, llevar las aristas al pajar y los sacos con la cosecha a casa.
Cuando era poca cantidad o no acababan de secarse lo que se hacía era extenderlas al sol cada día y volver a amontonarlas al atardecer tapándolas con mantas hasta que podían apalearse para que se abrieran las vainas. A veces llovía y había que correr para que no se mojaran.
Entre San Miguel y El Pilar terminaban las labores que habían empezado cuatro meses antes, y sólo quedaba ir desmotándolas saco a saco o según iban haciendo falta para echarlas al puchero. En las tardes soleadas de otoño era fácil ver a mujeres desmotando sentadas al sol con una criba en las piernas mientras los hombres iban a recalcar o empezaban a sembrar los trigos y los centenos de la nueva temporada.
-Hoy vamos a comer alubias nuevas.
-¿Otra vez lo mismo?
-Cuando seáis mayores aprenderéis a apreciarlas.
Las alubias recién cosechadas no necesitan echarse en remojo la víspera, y al comerlas se nota que están más suaves y más tiernas. Tampoco saben igual si son blancas, coloradas o pintas. Las blancas son más ligeras al paladar, aunque para muchos pierden algo de sustancia como si les faltase una pizca para ser del todo alubias. Hay a quien le gusta comerlas con un chorro de vinagre, mejor si es del propio vino de la cosecha. Las coloradas, rojas o de color canela son las más reconcentradas y guardan dentro la profundidad del suelo donde se criaron y a la vez el corazón del sol y la dureza de los granizos que soportaron todo el verano.
Las pintas, también llamadas tempranillas, son las que conservan con más entereza el sabor de la tierra. Un poco ásperas, un poco desterronadas, de piel blanda y cuerpo con la consistencia justa, el que ha probado nuestras alubias pintas ya no le gusta comer otras. Algo tendrá el agua cuando la bendicen tanto.