Coger cangrejos en temporada de veda

Yo de pequeño no entendía que alguien de fuera pudiera prohibirnos pescar cangrejos en lo nuestro. El río estaba allí, era de todos y cualquiera podía coger agua, lavar la ropa o meter los haces de encañadura a remojar para hacer vencejos y limpiar los cubetes al acercarse la vendimia. En primavera los hombres iban de obreriza a mondar las márgenes de broza y todos los años hacían la presa para poder regar las tierras de la vega. No cabía en mi cabeza que pudieran hacerse todas esas cosas y tuviéramos que escondernos para cogerlos.

Mi padre intentaba explicármelo pero era inútil:

-Por el invierno las cangrejas están criando y si la gente las pescara en pocos años nos quedaríamos sin uno. Después, antes del verano son demasiado pequeños y tampoco es bueno.

-Y por el verano, ¿qué?

-Si dejaran, los domingos vendrían los de la capital con los coches llenos de rateles y no quedaría ni simiente.

A mi padre le gustaba coger de pocos en pocos, ocho o diez si era para echar al arroz, o a lo mejor hasta un par de docenas para comer alguna vez como plato.

Algunos días yo iba con él a pescarlos y me enseñaba las bocas donde se escondían para que fuese yo quien los cogiera y fuese aprendiendo. Sabía los mejores criaderos del río igual que al que le gusta cazar sabe el sitio donde paran las liebres y al que le gusta buscar setas conoce los parajes más seteros.

Contaban que una vez el alcalde convidó a los guardias a comer arroz con cangrejos el día de la fiesta y que uno de ellos se fijó en que alguno era algo pequeño.

-Tengo que apercibirle como representante de la autoridad que todos no guardan las medidas que marca el reglamento.

-No son de aquí. Se los compré a un forastero que venía de la feria este día con ellos y pensé que a ustedes les gustaría probar una buena paella como la hacemos nosotros. Pueden comerse el arroz sólo si quieren. No nos parecerá mal si el deber les prohíbe comerse los que no dan la talla.

Pero se los comieron y se chuparon los dedos.

El mejor día para pescarlos era cuando nos tocaba regar la tierra de alubias que teníamos a surco del río o cuando segábamos la alfalfa que daba en par del puente. Al acabar la labor mi padre se acercaba a la orilla aparentando que iba a refrescarse un poco y cuando volvía a juntarse con todos lo hacía disimulando el semblante satisfecho a la vez que metía un taleguillo con algo dentro en la cesta donde llevábamos unas vainillas recién cogidas o entre el brazado de alfalfa que habíamos cogido para los conejos.

Al llegar a casa nos gustaba contarlos según los íbamos echando en una cazuela o en un caldero, y nos quedábamos mirando cómo estiraban las patas pequeñas para moverse y levantaban las grandes como si fueran cuernos. Hacían un ruido con la boca como si soltasen burbujas de aire con agua y parecía que hablaban entre ellos.

Pasaron los años y desde la capital de la provincia mandaron máquinas para dragar el río que acabaron con todos. Después se les ocurrió repoblar con cangrejos americanos, creyendo que al ser más grandes darían mejor resultado que los de siempre pero no tienen comparación con aquéllos porque éstos tienen la cáscara más gorda, están medio vacíos y lo poco que tienen es de sabor áspero y seco, nada que ver con el paladar delicado que tenían los nuestros.

La paella de cangrejos de río es un manjar que no conocen los que siempre la han comido de marisco. Ni siquiera haciéndola de langosta o de bogavante se alcanza el sabor gustoso que dan al arroz media docena de cangrejos. Más aún si eran de aquellos que se criaban antes en los ríos y los arroyos de nuestros pueblos.

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