Esquiladores trashumantes.

Los esquiladores forasteros daban algo de miedo a los chicos, pero a la vez no podíamos resistir mirarles desde lejos con los ojos muy abiertos.

Eran una cuadrilla de ocho o diez hombres, altos, corpulentos, que hablaban a voces entre ellos como si quisieran llamar la atención y que todos supiéramos que habían llegado.

Algunos decían que eran cuadrillas de gallegos que cruzaban Castilla yendo de pueblo en pueblo ofreciéndose, y otros creían que eran extremeños de los que venían a vender pimentón de La Vera en tiempos de matanzas.

Llegaban a media tarde por el camino de Fuencaliente, y les veíamos subir la cuesta de entrada al pueblo y dirigirse derechos hacia la casa de mis padres, que por entonces les ajustaban de un año para otro.

Después de darles algo para cenar, les acompañaban al pajar donde pasarían la noche, y a primera hora del día siguiente empezaban su faena después de un buen almuerzo con sopas de ajo y una sartenada de torrendos.

Se dirigían al corral animosos ante la perspectiva de una nueva jornada. Cada uno sacaba de su zurrón su herramienta de trabajo: un par de tijeras bien afiladas, una pizarra con su colodra de agua para mantenerla mojada, la bota de vino, y algo de comer para reponer fuerzas a medida que la mañana avanzaba.

En la tarea de esquilar ayudábamos todos los de casa. Mi hermano, que acababa de salir de la escuela y era el que iba con ellas, las ataba las cuatro patas con una cuerda dejándolas trabadas. Mi padre adelantaba el trabajo empezando a esquilarlas por el pescuezo, el rabo y las patas, y se las acercaba cuando hacía falta. Mi madre se atareaba en la recogida de los vellones metiéndolos en talegas. Los chicos ayudábamos a unos y otros recogiendo las trabas de las ovejas después de esquiladas, metiendo las guedejas desperdigadas por el suelo en un saco, y reponer los botijos para que no faltase el agua fresca.

A mediodía detenían la faena y se dirigían a mi casa entre risotadas, y mi madre les daba de comer sentados alrededor de la mesa del comedor, que sólo se utilizaba en días señalados. Todos los años les hacían arroz con pollo, que teníamos muchos en el gallinero, y después del arroz les sacaba una cazuela grande de cangrejos, que mi padre había ido a pescar a la presa del río la víspera para ellos. Eran los primeros cangrejos de la temporada.

Por la tarde continuaban esquilando, y después de la cena volvían a dormir en el pajar encima de unos sacos de paja y sin mantas, aprovechando que pegaba el calor y las mantas sobraban. A la mañana siguiente terminaban de esquilar a mediodía, y volvían a comer en el comedor. Recuerdo que uno de ellos fumaba unos cigarrillos muy finos que extraía con dos dedos de una cajetilla, y expulsaba el humo con la elegancia de los hombres importantes.

Después de comer mi madre hacía café de puchero para ellos, y se quedaban de tertulia largo rato en torno a la mesa.

Y era ya media tarde cuando se levantaban, se despedían formalmente hasta la temporada siguiente, y enderezaban por el camino de Zayuelas donde pensaban llegar antes de que anocheciera.

Los chicos subíamos corriendo a lo alto del Castillo, y desde allí les veíamos dejar atrás nuestro pueblo, cruzar el puente del río, adentrarse por el camino de la vega, avanzar, irse perdiendo en la distancia poco a poco, empequeñeciéndose. Y eran apenas una mancha en la lejanía, desapareciendo, cuando el sol trasponía con el último resol de la tarde en la línea del horizonte, y volvíamos a casa, hablando a voces entre nosotros, reviviendo todos los sucesos. Se habían marchado los esquiladores.

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