El principio de cada verano me trae desde el olvido la imagen del abuelo Santiago recogiendo las cerezas de un árbol que tenía a la puerta de un cachimán por detrás del jaraíz del Ayuntamiento, y al acabar las repartía entre todos los nietos que correteábamos a su alrededor admirando cómo las atrapaba de entre las ramas por muy altas que estuvieran. Eran muy rojas, de un color tan rojo que al sol brillaban, y nos parecían las más dulces de todos los cerezos del pueblo.
En julio el campo se puebla de pájaros nuevos que abandonan sus nidos remontando el vuelo, entran en sazón los frutos de todos los árboles frutales, y el paisaje se alegra con el color de las espigas doradas dispuestas para la siega.
Julio y agosto fueron siempre los meses de mayor trabajo con la recogida de la cosecha, pero a la vez representaban también el momento de mayor satisfacción y contento para el labrador, recibiendo la recompensa del esfuerzo desarrollado durante toda la temporada: la vuelta con el arado de las rastrojeras, la nueva sementera, el estercolado de los sembrados y la escarda de la primavera.
A principios de julio empezaban a segarse las parcelas más adelantadas en un ajetreo apresurado de tareas que les ocupaba de sol a sol todo el verano hasta finales de agosto, en que veían complacidos las trojes llenas de grano, a salvo de las tormentas de granizo y piedra que tanto les preocupaba por la amenaza que suponía de ver arrasado en cinco minutos la labor de todo un año como si el cielo les castigara.
Entrado el buen tiempo llegaban los primeros veraneantes, algunas familias para quedarse hasta septiembre y otros para pasar sólo un par de semanas y marcharse empujados por las obligaciones laborales. Las calles eran un ir y venir de personas que vivían fuera. Muchos de ellos acudían en la temporada de la cosecha para echar una mano en casa. pero otros se habían acostumbrado a la vida acomodada de las ciudades y les costaba más desprenderse de la ropa fina de cuello blanco por la más común y más sufrida por ser para el trabajo.
La hortaliza de los huertos exige una atención casi diaria a lo largo del verano por su necesidad de riego y cuidados constantes. Las tierras de la vega sembradas de alubias y patatas también había que regarlas con frecuencia, para lo que se organizaba un correturnos de vecinos aprovechando el agua de la regadera que bajaba desde la presa del río.
A mediados de mes empezaban a colorear los primeros tomates de la temporada, y también los pimientos, las lechugas y las cebollas, ingredientes imprescindibles de aquellas esplendorosas ensaladas de colores intensos y frescura profunda que recordamos casi con nostalgia.
La fiesta de Santa Isabel en la primera semana del mes reunía a todos los mozos y mozas de los pueblos de alrededor, invitados a la casa de algún familiar, o a echar unos bailes en la plaza. Las mozas hacían el camino en alpargatas, llevando los zapatos en la mano, y se los cambiaban a la sombra de las primeras casas para entrar en el pueblo con ellos bien relimpios.
El mes de julio es el corazón del verano junto con el mes de agosto, los días son más largos y las noches lucen cuajadas de estrellas. Los meses de julio y agosto son un tiempo de plenitud y abundancia en el que hay un momento para el trabajo y otro para la fiesta.