Encinares de Castilla, esos enclaves mágicos de árboles seculares asentados junto a los pueblos

El monte El Señor ahora no es un sitio peligroso. Lo fue en otro tiempo, cuando era territorio de los animales que vivían allí en libertad a los que considerábamos alimañas, pero hoy apenas queda medio centenar de liebres y algunas familias de cuervos y grajillas.

Es cierto que cuando éramos niños los que ya no volveremos a cumplir sesenta años porque ya los tenemos con nosotros, el monte nos sobrecogía un poco el ánimo y por nada de este mundo nos hubiéramos atrevido a entrar en él solos aunque nos mandasen, que tampoco se le ocurría a nadie mandarnos.

Cuando los días eran largos y estaba despejado daba menos miedo adentrarnos un poco, y en otoño nos allegábamos hasta los linderos a coger bellotas de las chaparras que crecían al borde del camino, que caían zarandeando las ramas o apaleándolas con una vara o una cachava. Se comían crudas, unas veces con pan y otras solas. Pero como mejor nos estaban era asadas, enterrándolas entre los tizones encendidos de una buena chirindola después de arparlas un poco para que no estallaran.

Por el mal tiempo nos acobardaba un poco llegar a perdernos rodeados de encinas y enebros por todas partes, sin ver el rastro de salida y sintiéndonos cerrados por la masa de árboles.

En el mes de octubre los hombres sacaban de allí carros llenos de gavillas de leña y troncos de encina que convertían en rajas para que nos dieran calor todo el invierno puestas a un lado y otro de la lumbre de la cocina, y sus ascuas refulgían vivas hasta hacernos daño en los ojos al mirarlas. Los inviernos eran duros por entonces, y se hacían notar en la mordedura del frío que entumecía los huesos.

Pasábamos el día entero en la cocina, arrimados a la chimenea o alrededor de la mesa redonda con su mantel de hule y sus faldas para retener el calor del rescoldo del brasero. Por las noches nos llevábamos a la cama una piedra caliente envuelta en un trapo para que los pies no se nos congelaran, pero lo peor casi era escuchar zurrir el cierzo por la boca de la chimenea o entrar por las rendijas de puertas y ventanas.

Si se metía un temporal de nieve, había que abrir una vereda con una pala para poder salir por lo menos a atender al ganado y a buscar agua. Había temporadas que caían las primeras nieves a finales de noviembre y no empezaban a derretirse hasta bien pasadas Las Candelas y llegadas las claras de marzo.

Algunas mañanas llamaban a la puertacalle, y era una cuadrilla de mozos que habían cazado un lobo o un zorro que acudían empujados por el hambre a las majadas de los corrales de las ovejas, y mi madre les daba una morcilla, un cacho de tocino con magro o unos cuantos huevos de las gallinas para que se hicieran una merienda. Yo tendría tres años, cuatro a todo tirar, el día que salí tras ella a ver quién llamaba, y vi un animal negro muerto que llevaba un mozo a la espalda para que todos lo vieran, y me metí bajo el delantal de mi madre atemorizado hasta los tuétanos al ver lo grande que era.

Recuerdo que una vez se nos descarrió una oveja y estuvimos tres días buscándola, hasta que encontramos el cencerro que llevaba puesto tirado en el fondo de un barranco y el Julián, que iba entonces con el rebaño, dijo que se habría despeñado o la habría matado algún lobo. Entonces vimos una bandada de buitres que sobrevolaba dibujando círculos a poca distancia de donde estábamos nosotros, y nos dieron ganas de llorar pensando en la oveja muerta.

El monte El Señor ahora lo vemos como una reserva de la naturaleza, como un espacio preservado de la contaminación de las ciudades y cargado de energía positiva contra el estrés urbano, pero en otro tiempo, cuando éramos niños los que ya nunca cumpliremos sesenta años porque ya los tenemos con nosotros, nos parecía un sitio tenebroso lleno de peligros inciertos.

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