Y hablando de patatas, de las sufridas patatas, que entre patatas, alubias y pan, tanto hambre quitaron. Tan austeras y pobres hasta para pedir, si acaso reclamaban un poco de humedad y agua. Lo que no podía faltar, era el famoso arseniato para eliminar a su mayor enemigo, el escarabajo. Como no se estuviera atento en muy poco tiempo se había comido hojas y tallos.
En la larga temporada de invierno, noche tras noche, patatas y sopas de ajo, sopas y patatas, en ese orden o el contrario, se alternaban en las cenas día sí, día también.
En el invierno, duraban poco los días y enseguida llegaba la noche, entre el frío que solía hacer frecuentemente, y que anochecía enseguida, no se veía ni un alma, luces no había. Los juegos en la calle terminaban pronto y enseguida había que encerrarse en casa en busca del calor de la lumbre.
La primavera y el principio del otoño eran diferentes, de niños, al salir de la escuela, íbamos corriendo a casa a por la rebanada de pan untada de manteca o vino con azúcar o de aquel chocolate arenoso en el que vaya usted a encontrar el cacao. Con las prisas metidas en el cuerpo y sin más explicaciones, salíamos corriendo lo antes posible como alma que lleva el diablo en busca de los amigos, no nos quitaran la vez. La tarde daba mucho de sí.
Volviendo al invierno y metidos en casa, buscábamos la lumbre para calentarnos. Sentados en aquellos taburetes o banquetes corridos sin respaldo , absortos, casi hipnotizados por la magia de la llama y el chisporrotear de la leña, con la frente y cara colorada por la cercanía del fuego y la espalda pidiendo un mismo trato que no llegaba, pasábamos las horas como vigilantes de la lumbre y el puchero, alejándole o acercándole según la intensidad del fuego, mientras las patatas se cocían. En la misma lumbre, hervía el agua del caldero que colgaba o estaba sobre la trébede cociendo los gamones, el salvado o las patatas pequeñas, para alimentar a los cerdos.
Esas horas daban mucho de sí. Los mayores terminaban las diversas faenas, llevar al pilón a beber agua a los machos, echar de comer a los animales o según días. Nunca faltaban tareas, siempre había algún arreglo que hacer, el remiendo sobre remiendo de los pantalones de pana del marido, el botón de los tirantes que se había perdido o el mismo tirante que en el juego se había roto, el siete de la camisa de aquél enganchón y mil historias que no faltaban.
Los hijos, niños de la casa, que en casi todas las casas había unos cuantos, pasábamos el rato entre juegos, bromas, pequeñas disputas, metiéndose unos con otros, haciendo rabiar a los pequeños y un largo etcétera. La tarde era muy larga, daba tiempo para todo, risas y lloros.
Sentados alrededor de la lumbre, había dos objetos mágicos e imprescindibles, auténticos tesoros, objetos de deseo y causa de conflictos y disputas entre hermanos: las tenazas y el fuelle.
Al igual que el mayor de los hermanos tenía entre sus obligaciones ocuparse de los más pequeños, también en el uso y disfrute de estos instrumentos, había una jerarquía según la edad.
Con las tenazas, unas veces se atinaba en arrimar el ascua donde convenía o soplar con el fuelle hacia donde el viento debía ir. El acertar o no era lo menos importante, lo más juguetear. Siempre estaba el espabilado que abusaba de su tiempo y el más paciente y resignado que estaba acostumbrado a perder y recurrir a la madre, con el:
– ¿“ Fulanito no me deja el fuelle, ya lo ha tenío mucho tiempo”!,
Y la madre que desde lejos decía:
-“ No podís parar” “Dejáselo a tu hermano” – ¿ Como vaya….! .
Otras veces si la cosa iba a mayores, era un soplamocos el que terminaba la guerra y ponía de momento la paz, arreglando las diferencias y quedando en un:
– “Qué chiche eres, no ves que tu hermano es pequeño.”
– A lo que se respondía: – “ Ves, siempre me hechas las culpas a mí por ser el mayor”.
Y con frecuencia la coletilla: “ ¿ Como vaya ….! – ¿Ya verás, cuando venga se lo digo a tu padre!”.
Mientras el fuego había hecho su función y la paz se había firmado. El puchero ya estaba en su punto de cocción; ahora venía el momento mágico en el que, aunque cada día sucediese, siempre había expectación. Era, ni más ni menos, que la preparación del aliño en la sartén, la grasa que se derretía, los ajos que se tostaban y el pimentón que pintaba todo y con su chup, chup sin interrumpirse, volcarlo en las patatas y empezar la faena del espachurrao con la cucharrena, que terminaba con el volcado en la cazuela y las cucharas preparadas para el ataque.
Las sopas de ajo, también tenían su ceremonia particular, cambiando el espachurrao por el revuelto de huevo si es que lo había.
Por hablar de patatas, si éstas eran fritas y con huevo, esto era una exquisitez.
No recuerdo muy bien si las patatas se completaban con algún huevo, trozo de chorizo, güeña, torrenillo o las famosas arenques o el escabeche que se compraban donde la tía María. Lo que no podía nunca faltar era la rebanada de pan.
Nuestra generación no sabe comer sin pan, puede faltar otra cosa, pero no el pan.
La lumbre de vez en cuando servía para asar castañas o alguna patata.
Calentitos con el calor de la lumbre y la cena, un ratito más, y ya más tranquilos todos, la meadita en la cuadra si no había sitio mejor y a calentar aquellas sábanas que en invierno siempre estaban húmedas; había que calentarlas a las bravas y no al revés, procurar moverse lo menos posible para no tener que calentar otro sitio sobre aquel colchón que algunas veces era con relleno de lana y otras con hojas de mazorcas de maíz que al tumbarse hacía su ruido particular.
Los dientes es los que no conocían el cepillo, ni supimos lo que era hasta años más tarde, si acaso limpiarlos si algo se quedaba entre ellos con un palito fino que hacía el efecto de palillo o el mismo dedo, así están los dientes de nuestra generación.
Hoy, al recordar esto, sé que nunca otras patatas supieron como aquellas.