Hablando con Julia el tiempo refrena su marcha como remanso de agua clara, y nos gustaría guardar en la memoria todo lo que Julia nos cuenta con su voz cálida, llena de inquietudes luminosas.
-Cuando quedé embarazada por segunda vez, todos me preguntaban si quería un chico o una chica, y al contestarles que prefería una niña porque el primero había sido un chico, las mujeres mayores me decían que no merecía la pena darle vueltas a eso porque le iba a querer igual si era lo uno o lo otro.
Una de ellas me contó que cuando volvió a quedarse embarazada otra vez más quería tener una chica porque los anteriores habían sido varones. Por la noche soñaba que iba a tener una niña guapísima y que le haría vestidos de princesa y le peinaría sus bucles de seda con un peine de nácar.
Nacería un día radiante con el sol bañando de luz la tierra.
Si alguien le decía que podía tener un chico, se sentía muy desgraciada imaginando que sus sueños caían al suelo rotos y se manchaban de barro.
Por las tardes de invierno se juntaba con sus amigas alrededor del brasero para hacerle patuquitos de hilo fino y baberitos rosas, y hablaban de lo guapa que sería y la envidia que despertaría en todos los que la vieran desde pequeña.
-La tienes que llamar María del Carmen Sara, y no habrá nadie con un nombre más bonito a cien leguas a la redonda.
Pero ella se acordaba de lo que le decían algunos, y se quedaba en silencio, sufriendo por la desgracia de volver a tener otro chico, sin la ilusión de una niña que riese por toda la casa con risas brillantes como collares de flores y cuentas rojitas y blancas.
Quedó atrás el mal tiempo, y el campo era un verjel de esperanza lleno de espigas doradas y de amapolas rojas y moradas. El sol bañaba la vida con su luz espléndida.
Los últimos días del embarazo eran una prueba para la paciencia de la espera. Una mañana muy temprano empezó a sentir que la hora estaba cerca, y mandó llamar a sus amigas para que la ayudaran. Seguro que el cielo le concedería una niña de carita sonriente y ojos verde esmeralda como los de las reinas.
Cuando nació la criatura nadie se atrevía a decirle que era un niño lo que había nacido, pero ella lo adivinó viéndolo en sus caras serias. Y las lágrimas más amargas empezaron a derramarse por su cara sintiéndose la persona más desgraciada bajo las estrellas.
Cuando el niño reclamó su derecho a la comida, se lo pusieron entre los brazos para que le amamantara, y el recién nacido dejó de llorar al sentir el latido conocido de su madre, abriendo los ojos para ver lo guapa que era y agradecerle el calor y la vida. En ese momento mágico la madre sintió que algo se le revolvía por dentro y le brotaban ternuras como un manantial inagotable de felicidad celestial al contacto con su hijo.
El sol estaba en todo lo alto del cielo y bañaba de luz la vida en la tierra.
-Nunca había querido tanto a ninguno de mis hijos anteriores, y fue al que más quise siempre de todos los que tuve desde entonces.
Julia se queda callada al final de su historia, y sentimos que algo late en el aire bañando de luz dorada todas las cosas, y a nosotros con ellas.
Eutiquio, como me gusta leer y releer esta historia por lo bien que la has escrito. Un abrazo.