Memoria de lo que el aire puebla.

De todas las cosas que nos enriquecen entrando en nosotros por los ojos, por los oídos, incluso por la piel y la boca, las sensaciones que más profundamente arraigan en el hondón de nuestra memoria son las que nos llegan a través del olfato y se adentran hasta el último rincón de la conciencia anidando allí acomodadas para siempre.

Los olores pueden sacar del baúl del olvido todos los sentimientos y las emociones vividas desde niños.

¿Pero cuáles son los que dejaron una huella más imborrable en nosotros? Dicen que el de la intimidad de nuestra madre, el olor de cuando nos acurrucaba casi recién nacidos y nos acunaba entre sus brazos al darnos el alimento que ella misma producía para nosotros. El olor familiar de nuestra casa, el olor a la leña ardiendo en la lumbre del hogar y del humo acre que se esparcía en el aire y nos picaba un poco en la nariz, los ojos y la garganta. Si lo que se quemaba era una gavilla de estepas o de sarmientos olía más suave, y si se quemaban támbaras de enebro o rajas de jabina el olor coloreaba toda la cocina con fragancias de chispitas amarillas y naranjas. Las piñas de los pinos nos daban una alegría incontenible cuando ardían con aquella llamarada viva y el aire se pintaba de un color rubio precioso de resina quemándose.

Cuando salimos del pueblo llenamos la maleta de olores, de perfumes, de fragancias que no encontraremos en los grandes supermercados del mundo donde hay quien dice que se vende de todo: el olor a vida en primavera respirando todos los aromas del monte con el rocío de la mañana estrenada. El tomillo con sus espigas olorosas moradas, la manzanilla real con sus rosas blancas tan aromáticas, las exuberantes estepas renacidas de hojas y florecitas blancas o rosadas, que eran malas para las ovejas.

Cómo no acordarnos aunque hayan pasado tantos años del olor que exhalaban las matas de tomate cuando tocábamos las ramas. Del olor que llenaba la cocina al adobo de las cosas de la matanza que colgaban de las varas del techo, y casi nos llamaban. El olor a pan horneándose, a patatas guisadas con pimentón y ajo en el puchero a la lumbre machacadas con el cucharón a mano. El olor de las hojas de los chopos de la vega que talaron sin nada que lo justificara, el de los haces de trigo cuando los extendían en las eras para hacer la parva y los trillaban. El olor a las uvas en el lagar al prensarlas.

Olor de los pirigallos esplendorosos, de la alfalfa cortada a golpe de dalle y pizarra. El embriagador de la tierra mojada antes de la tormenta, el del pan de hogaza cortado en rebanadas….

Si decimos con la lengua hierbabuena, tomillo, chopera, cantueso…, la cabeza se nos llena de resplandor con sabor a mañana clara, a meriendas de pan con vino y azúcar, a olor de paja mojada en las eras y de hierba verde secándose antes de guardarla, a tardes correteando por las calles con la rodancha o acercándonos hasta el río buscando cañas para hacer gaitas. Las palabras son frutas maduras preñadas de ternura y de risa, de afecto y de inocencia. Aromas antiguos que nos hablan de otros tiempos y nos acompañan. El olfato nos devuelve el paraíso en el que fuimos felices, y venderíamos todos los tesoros que poseemos para poder comprar lo que más echamos de menos: la infancia.

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