La vendimia

Cuando éramos niños, el zaguán de casi todas las casas del pueblo estaba resguardado por una parra que en invierno permanecía dormida con sus sarmientos secos, pero al llegar abril o mayo se desperezaba primero en pequeños brotes rojos, luego abriéndose en un manto frondoso de hojas verdísimas, y la aparición discreta de las inflorescencias que pronto desembocarían en promesa de los racimos que algún día nos atraerían cargados de uvas blancas y negras.

Saliendo hacia Santervás, un camino de alguna anchura conducía hacia las tierras sembradas de trigo, y a su mano derecha echaba a andar la senda de las viñas que se adentraba en una extensión sin límites de cepas que en invierno parecían un campo yermo pero en verano eran un mar verde que la brisa movía como olas, y el sol convertía en néctar de los dioses y celebraríamos como una fiesta.

Todavía quedaba mucho tiempo. Antes habría que sembrar las alubias y los garbanzos, segar el cereal y acarrear los haces hasta las eras, empezar la trilla y seguido la bielda…

Desde primeros de agosto cada dos o tres semanas a mi padre le tocaba ir de viñadero, y pasaba todo el día vigilando que nadie robase las uvas que empezaban a estar dulces. Por la noche dormía en la choza, espiando por las mirillas de vigilancia por si alguien quería pegársela entrando a robar en alguna viña.

El día de San Roque la Hermandad de Labradores elegía los dos racimos más hermosos para ofrecérselos al santo por su protección y amparo.

El primer domingo de septiembre todas las familias iban a ver si ya estaban maduras y llenaban una cesta con los mejores racimos encontrados, pero era al final de mes o principios de octubre cuando se fijaba el día de la vendimia.

Las familias enteras se levantaban a primera hora de la mañana, y los más pequeños hacían el viaje hasta las viñas metidos en los cestos que ocupaban toda la caja del carro.

La memoria es un tropel de vivencias de infancia que nos atropellan y nos transportan a aquella época.

-Mira este qué bueno.

-A mí las que más me gustan son las más pequeñas.

-Tenéis que tener cuidado con las abejas de las colmenas que acuden al azúcar de las uvas.

Los chicos son los más inquietos recorriendo los líneos de cepas en busca de sus racimos preferidos, y los adultos tienen que ir revisando las cepas corrigiendo sus olvidos.

Cuando tocan a mediodía las campanas de la torre, la madre extiende una manta a la sombra de una noguera, y todos se disponen a reponer fuerzas:

-La costilla de la orza es la mejor tajada.

-Pues yo me agarro bien a gusto a un muslo de escabeche.

Trozos de chorizo, lomo, unas cuantas tajadas del magrero…

La bota pasa de uno a otro remojando las gargantas resecas.

Unos mozos corren detrás de unas mozas que aparentan estar asustadas para pintarles la cara con un racimo de uvas negras. Algo más lejos, subiendo la cuesta que llega hasta la choza levantada en lo más alto, muchas voces gritan que pasa una liebre desbocada, y el Ismael la espera al paso para atraparla con las manos.

Los cestos del carro se van llenando con el paso de las horas, y al caer la tarde, cuando el sol empieza a acercarse al Morro del Castillo poco antes de trasponerse. Es el momento del regreso.

Los cestos van a rebosar en el carro camino del jaraíz del pueblo, y los vendimiadores hacen el camino de vuelta andando, dándose cuenta del cansancio acumulado durante todas las horas de trabajo.

Subido a la pértiga de un carro cargado de uvas hasta los topes camino de los lagares, alguien canta todos los años la misma tonada:

«Aunque me ves, que me ves,
Que me ves que me caigo,
Es una chispa de vino,
Morena, que traigo.
Aunque me ves, que me ves,
Que me vengo cayendo,
Es una chispa de vino,
Morena, que tengo.»

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