Los paisajes conservados de la edad minúscula.

Cuando yo nací, mi hermano había aprendido ya muchas cosas importantes que a mí me gustaba verle hacer abriendo mucho los ojos para no perderme nada. Sabía vestirse sin que madre le ayudara, comer con cuchara como comían los mayores, y mantener lejos a una perra canela que teníamos, empeñada en acercarse donde yo estaba para olisquearme.

Cuando yo me solté a andar, él empezó a ir a la escuela y todas las mañanas se levantaba muy temprano para lavarse la cara en la palangana y peinarse mirándose muy fijo en el espejo grande del palanganero. Vestido con ropa limpia y repeinado, salía de casa llevando su maletín de madera con los cuadernos, la pizarra con los pizarrines y las pinturas de colores. Yo le miraba bajar calle abajo traqueteando con el maletín pintado de gris corriendo para llegar pronto y ponerse en las filas entre los primeros, y después pasaba las horas deseando volver a verle entrar por la puerta para que me enseñara los dibujos nuevos que había hecho, y aquellos garabatos como manchas negras a los que padre llamaba muestras de cuentas.

Juntos fuimos muchas veces a buscar agua a la fuente, yo con los botijos y él con dos calderos, y juntos recorríamos las calles corriendo con las rodanchas o el aro. Cortábamos cañas a la orilla del río para hacer chiflos, o construíamos presas de céspedes para desviar el agua y hacer un molino como el de Fuencaliente.

Cuando le tocó hacer la Primera Comunión, el sastre de San Leonardo vino a tomarle medidas para hacerle un traje con cinturón de cuero y muchos botones relucientes en las mangas. El día que se lo probó me pareció tan elegante como los hombres enseñoreados que nos miraban desde las páginas de su enciclopedia.

Pasados los años, al salir de la escuela empezó a ir de pastor con las ovejas, y cuando le llevábamos la comida donde las tuviera careando, nos ayudaba a encontrarle tocando el cuerno para que le escucháramos. En invierno encendía lumbres con ramas de estepa o enebro, y asábamos en ellas hongos que encontrábamos cerca de algún cubillo o en los cirates de los arroyos. En su zurrón siempre llevaba algún libro para leer cuando el rebaño aquietaba, y algunas tardes me leía sentados bajo una encina historias fascinantes de mundos lejanos.

El día que pagó la cuartilla en el ritual de convertirse en mozo, comprendí con claridad que se hacía adulto y que la vida nos alejaría por caminos separados el uno del otro.

Por paradojas del destino fui yo el primero que tuvo que dejar la casa, y todo se trastocó de tal modo que nada volvió a ser lo de antes. Ni la relación con el tumulto de personas desconocidas que me rodeaban, ni la bolsa de los objetos esenciales que me saludaban al despertarme del sueño. Ni siquiera el nido escondido de la conciencia estaba libre de acechanzas inquietantes.

Mis múltiples intentos por desandar mis pasos resultaron en vano, cargados de sombras de quien se siente extraño en su propio feudo.

¿Fue inútil lo que vivimos para ser hoy lo que somos? ¿Lo que permanece en nuestro recuerdo es realmente lo mismo que vivimos entonces? ¿Son más importantes las impresiones posteriores que las que nos acompañan desde el primer tiempo?

Cuando yo nací mi hermano era para mí lo más importante, y miraba todo lo que hacía con los ojos muy abiertos para aprendérmelo. Fue mi primer maestro.

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