La sabiduría de vivir en armonía con la tierra.

La vida de nuestros abuelos y nuestros antepasados hasta la generación de nuestros padres, discurrió pegada a la tierra que trabajaban, sufriendo la rudeza de la climatología y aprendiendo destrezas para defenderse de las inclemencias y los infortunios naturales.

Desde fuera podría pensarse que su aptitud ante la vida era la conformidad más resignada, pero Las personas de los pueblos no eran, evidentemente, diferentes del resto de los seres humanos, ni estaban dotados de virtudes y defectos distintos del común de los mortales. Conocían bien, eso sí, que su subsistencia dependía de los recursos de la tierra, y que debían ser respetuosos con ella, sin sobrecargarla, sin maltratarla y sin dejar de aprovechar todo lo que la tierra les daba.

La base de su economía era el cultivo del suelo con la ayuda de yuntas de bueyes y más tarde de mulos o machos, y el mantenimiento de algunos animales de corral para cubrir sus necesidades de carne y huevos, en un equilibrio que procuraba ser siempre sostenible, ajustándose a unas prácticas que hoy identificaríamos sin duda como ecológicas.

El terreno municipal todavía puede verse bien diferenciado en sus distintos usos: una zona de monte formado principalmente por encinas, robles, jabinas y enebros, que se destinaban a la construcción de casas y como leña para las cocinas, además de los tomillares y los estepares. Las praderas, liegos y barbechos para el careo de los rebaños. La parte de mayor extensión era la tierra de secano que se sembraba de cereal, y por fin la zona más fértil por su proximidad a cursos de agua y humedades, que se aprovechaba para sembrar leguminosas y tubérculos. El grueso del producto cosechado era el trigo que se destinaba a la elaboración del pan y a su venta para la obtención del dinero que les facilitaba la adquisición de bienes foráneos. El cultivo de otros cereales, como centeno, avena y cebada, les proporcionaba piensos para la hacienda y camas para las cuadras y los corrales, que en la siguiente añada aprovecharían como abono para los campos.

Sabían que los suelos se empobrecían con cada cosecha y que necesitaban alternar el cultivo de cereales con ciclos de barbecho y de legumbres para reponer los nutrientes agotados. Los abonos químicos se reducían al mínimo imprescindible, y el mayor fertilizante de las tierras era el compost que producían los muladares y la basura de origen animal que se desparramaba con bieldos de hierro antes de las lluvias de otoño en las tierras que iban a ser sembradas en la sementera. La palomina y la gallinaza de los palomares y los gallineros, eran tan ricas en nitrógeno que se reservaban sólo para los huertos como fertilizante de la hortaliza.

Un actividad que necesitaba la colaboración vecinal era el riego de los campos. A principios de temporada cada vecino desbrozaba de limos el tramo de los ríos y los arroyos que pasaban por sus fincas, aprovechando los sedimentos por su riqueza en materia orgánica. La presa de la vega y la regadera que la recorría se remondaban todos los años, antes de empezar el correturno del riego de las tierras de alubias y de patatas.

Algunas de estas tareas estaban consolidadas por su repetición cíclica durante siglos y siglos. Otras veces, cuando eran más puntuales o extemporáneas, se organizaban juntándose en concejo para ponerse de acuerdo en el modo de hacerlas.

La fortaleza de este sistema de vida está validada a través de la Historia desde tiempos inmemoriales. Nada nos permite afirmar que haya perdido su razón de ser en el siglo XXI, adaptando alguna de las prácticas más tradicionales a los conocimientos modernos sobre técnicas ecológicas de mayor eficacia. Todavía estamos a tiempo.

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