La casa del boticario

Hace unos días me dijeron por teléfono que se ha vendido la casa del boticario a alguien de fuera y que la han tirado para hacer otra nueva. Han pasado tantos años desde el último que hubo, que no me extraña que alguno no sepa que estaba en la calle que sale de la plaza hacia el castillo, a mano derecha.

Yo me acuerdo de uno que se llamaba don Bonifacio, o don Aurelio, no estoy seguro, y su mujer doña Martina, que tenían dos hijas altas y muy guapas, que vestían con telas de colores y zapatos de tacón alto terminado en punta como las de la capital. Después estuvo don Cecilio, con una hija de trece o catorce años, alta como las espigas y risueña como el sol en primavera. No recuerdo cómo se llamaba ahora. Con el tiempo he conservado su imagen de niña pizpireta y he olvidado el nombre y sólo sé que era sonoro y brillante como el de una diosa griega.

Desde hace cuarenta años no volvió a haber ningún boticario y la casa se usó para cosas que no tenían que ver con la botica, o estuvo vacía, rehundiéndose por el abandono y el paso del tiempo. Por eso no me choca que la hayan terminado vendiendo.

La casa del vaquero, que estaba en la calle que baja desde el castillo hacia la fuente, desapareció cuando desaparecieron los bueyes y no hacía falta nadie para que llevase la vacada, y unos años más tarde tampoco hizo falta el herrero, al cambiarse por tractores los machos, y se arruinó la fragua con el martillo pilón y el fuelle dentro.

También han ido rehundiéndose otras casas y ha habido que derrumbarlas porque el viento, la nieve y los aguaceros han ido recalando las paredes de adobe y rompiendo las tejas de los tejados sin que sus dueños las retejaran por vivir fuera del pueblo y volver poco.

Según lo que sabemos en el año 1973 es cuando había más gente en nuestros pueblos, y desde entonces el número ha ido bajando. Eran años en los que entraba algo más de dinero en las casas y los padres podían mandar a sus hijos a que estudiaran en colegios de frailes, de monjas o en el seminario del Burgo. Sin duda, la mayor formación de los más jóvenes ha traído progreso a nuestra tierra, pero también ha producido la ausencia de los que aprendieron ciencias que sólo valen estando fuera y de poco les servirían si vivieran en el pueblo.

Tengo delante una fotografía antigua de ocho chicas vestidas de fiesta para hacer la primera comunión a finales de los años sesenta, y recordando sus nombres pienso que ninguna de todas ellas vive en el pueblo. Tres están en Madrid, creo que una en Barcelona, dos en Soria, una en Suiza y de otra desconozco su paradero.

Con los chicos de entonces ha pasado lo mismo, y la consecuencia de que medio pueblo viva fuera del pueblo es que en las calles, en la plaza y en las eras no se ven chicos corriendo el aro o la rodancha, no se juega al escondite ni a la tuta cambiándose entre ellos los palepes y terminaremos olvidando lo que eran esos juegos.

Por eso no me extraña que ahora se venda la casa del boticario y que en su sitio haga otra nueva gente venida de fuera. Mucho antes desapareció la del vaquero, la del herrero y, lo que es peor, si cabe, la de la maestra y la del maestro. Pertenecían a otros tiempos y ahora vivimos tiempos nuevos.

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