Los primeros días soleados de la temporada, que nos hacían pensar que el invierno se quedaba atrás para siempre, venían a primeros de febrero. El sol brillaba resplandeciente y pintaba de azul clarito las pocas nubes que flotaban en el cielo. Las madres nos llevaban con ellas cuando iban a lavar ropa al río, y pasábamos el rato correteando por la hierba en busca de las primeras margaritas y aquellos claveles pequeñitos muy amarillos que salían en el prado. Al lado del agua encontrábamos algún lirio solitario cerrado sobre sí mismo con su diminuto corazón rojo, y se lo enseñábamos a las mujeres que estaban lavando inclinadas sobre sus tablas de lavar orgullosos de nuestro hallazgo.
El agua bajaba muy clara, y se veían las piedras del fondo debajo de las que solían esconderse cangrejos. Las peces nadaban en grupos pequeños, y acudían a comer si las echábamos migas de pan del que llevábamos para matar el hambre.
Poco antes del mediodía oíamos el paloteo de la cigüeña en la torre de la iglesia, y comentábamos a todos que estaba haciendo la comida. Algunas mañanas la veíamos llegar al nido volando con comida en el pico o alguna culebra pequeña para alimentar a los cigüeñinos. No sabíamos por entonces que, asados pocos años, el cura la mataría de un disparo y que lo recordaríamos para siempre.
Los hombres aprovechaban los días de buen tiempo para arar las tierras de ladera que se encharcaban menos que las de los vallejos, presarándolas para la siembra de primavera. Se les veía empuñando la esteva del arado para trazar derechos los surcos, y de vez en cuando se oía alguna voz de mando para forzar la marcha de la yunta. Los días de oreo se acostumbraba a echar el nitrato a los trigos y derramar la basura de los corrales y las cuadras.
En los huertos se preparaban los semilleros de tomates y pimientos, utilizando la simiente de los mejores ejemplares de la última temporada. Andando los años empezarían a comprarse llantas en el mercado que había los martes en San Esteban y los sábados en El Burgo, y fueron poniéndose menos semilleros siguiendo las costumbres heredadas de los de antes.
En las tardes de sol las mujeres se juntaban en rinconeras abrigadas y solanas, ocupándose en remendar mudas y repasar sacos viejos para cuando hicieran falta. Escarmenaban lana, hilaban con el huso o apaleaban colchones para ahuecarlos y ventilarlos.
En febrero No es de extrañar que amanezca con el cielo cubierto y que al mediodía haga un sol espléndido, como tampoco que la mañana sea muy soleada y después de comer se meta el cielo en agua hasta que anochece.
El último día de mes el Ayuntamiento ajustaba a los mozos por una cántara de vino para que mondaran el pozo de la fuente de la bomba, que por el invierno se atestaba de cieno, y con lo que les daban las mujeres pidiendo por las casas se hacían una buena merienda en la cantina antes de salir a eso de las doce de la noche a cantar las marzas.