Hoy nos parecen casi imposibles todas las labores necesarias para transformar la lana de las ovejas en prendas para vestir, pero durante siglos y siglos han sido las mujeres las depositarias de la sabiduría de convertir los vellones de las ovejas en hilos de lana que después usaban para tejer.
Si la pregunto a mi madre, que en sus tiempos jóvenes fue varios años de pastora, me explica el proceso empezando desde el principio:
– Los rebaños se esquilaban por San Juan, antes de que llegaran los calores del verano. Algunas veces venían cuadrillas de esquiladores de fuera que iban de pueblo en pueblo ganándose la vida de esa manera, y otras veces se hacía juntándose entre vecinos, ayudándose unos a otros. Las ovejas se trababan atándolas las cuatro patas dobladas haciendo una lazada con una cuerda. Para esquilarlas se metían las puntas de las tijeras por la parte de atrás del lomo avanzando con cuidado hacia delante para no pincharlas hasta llegar al pescuezo y la cabeza, y en menos de un credo el vellón estaba separado del cuerpo y la oveja quedaba como desnuda, y desde entonces había que procurar que no se mojasen para que no se resfriaran.
– Y después, ¿cómo se convertía en hilo?
– La lana se lavaba en el río con jaboncillo y se dejaba secar en la cuerda de la ropa o extendida en alguna pared, antes de quitarle a mano las últimas brozas como pequeñas pajas, restos de hierba o algún cardillo. Cuando ya estaba limpia se escarmenaba con las manos para desapelmazarla y se cardaba poniendo un poco cada vez en las cardas y moviéndolas una y otra vez hasta conseguir que quedase suave y esponjosa.
Se queda callada, como rebuscando en la memoria, y en pocos segundos da la sensación de que encuentra la hebra y sigue hablando:
– Entonces la lana ya estaba preparada para ponerla en la rueca y de hilarla con el huso, es decir, hacerla hilos. Se hacían ovillos juntando dos husadas o sólo una, según conviniera. Los ovillos los formábamos enrollando el hilo alrededor de una patata pequeña. Luego lo enroscábamos agarrando el hilo de la punta y dejando que el ovillo se fuera deshaciendo en el aire pero dándole vueltas con la mano para que quedara enroscado. Después había que volver a hacer el ovillo.
Con la lana ya hilada las mujeres tejían jerséis, piugos, refajos, sayas y otras prendas de vestir, aprovechando los pocos ratos que quedaban libres después de terminar las labores del campo y de la casa, manejando con destreza las agujas de hacer punto, unas veces cerca de la lumbre a la vez que vigilaban el puchero y otras veces sentadas en la calle aprovechando las horas de sol de los meses de invierno.
Las prendas tejidas solían teñirse para que no fuesen blancas o del color de la lana.
– En tiempos más cercanos a los nuestros ya existían las papeletas para teñir que se compraban en la tienda de la tía María, y sólo teníamos que echar el tinte en polvo del color que se quisiera en un caldero de agua muy caliente y se metía lo que queríamos teñir. Pero en tiempos más lejanos los tintes se hacían con productos naturales: usaban amapolas para los rojos, azafrán para los amarillos y hierbabuena y ortigas para los verdes.
La lana de las ovejas también se usaba para hacer los colchones y las almohadas. Ahora pueden comprarse con muelles, anatómicos u ortopédicos, pero hasta hace treinta o cuarenta años en los pueblos se hacían de paja, y sólo los que tenían ovejas y los más afortunados los tenían de lana. Ahora vienen los colchoneros por los pueblos vendiéndolos modernos y cambiándolos por los de lana porque ya nadie los quiere.
Recuerdo cómo, siendo yo pequeña, y de eso no hace tantos años, mi madre sacaba la lana de los colchones y las almohadas de la casa de mi abuela para ir a lavarla al río y después volverlos a rehacer. Todo eso era muy laborioso y los colchones muy pesados para llevarlos de un sitio a otro.
La almohada de mi cama del pueblo es de lana y no tiene nada que envidiar a las compradas. De hecho, cuando dormí por primera vez en una comprada me pareció muy incómoda. Lo mismo ocurre con los cojines, que no los cambio por los que se venden en las tiendas.
– A la abuela Valeriana se le daba bien hilar con la rueca. Me gustaría que la hubieras visto manejando el huso como se la ve en la fotografía que guardamos de ella, vestida de negro con la saya y la chambra, y con su pañuelo también negro en la cabeza. Seguro que a la vez que hilaba estaba al tanto de que la puchera estuviera hecha cuando tocaban a mediodía.