Estampas costumbristas

En las pequeñas localidades como Fuencaliente se vivía tranquilamente, como en un santuario, adquiriendo un rabioso significado la escala de valores de la vida patriarcal. El respeto a los mayores era una obligación moral, impuesta por la sociedad. El padre es la suprema jerarquía, con un poder de decisión que no admite réplica, ya que el jefe de la familia todo lo que hace está bien hecho. El hijo, es una especie de subordinado que no tiene salario alguno, la hacienda, la explotación familiar, es la que en realidad explota a la familia y más que eso, la tiraniza. No existe mecanización. Para la mente del agricultor es una cosa que no entiende, eso de que los brazos puedan ser sustituidos por algo.

Los brazos son un don de Dios, y no puede haber en la tierra nada que mejore la obra divina. Los niños acuden a la escuela hasta los doce años. Algunos la dejan antes, eso depende de la necesidad de brazos en la casa. Si eran hembras ayudaban a la madre en las faenas caseras. Los varones eran empleados por los padres en el campo. Cada uno tiene que cumplir con su labor social. La hija aprende a comportarse al ejemplo de la madre, como ama de casa; el hijo, a ejemplo del padre como rudo trabajador del campo.

La cosecha es una cosa del cielo, lo que hacemos los de aquí abajo es simplemente ayudarle con nuestro trabajo. La mala cosecha es un castigo por nuestros pecados. Con el fin de que en los campos no entrase la cizaña era muy necesario organizar la semana de rogativas. Por las calles y por los caminos, donde a su alrededor había algo sembrado se cantaban las letanías, además de otros rezos. Eran típicas las cruces de madera que se colocaban en lugares estratégicos y que protegían la conservación de los caminos. Cruces que eran intocables, eran sagradas, con su correspondiente castigo divino para el que tuviera la crueldad de derribarlas. Se tenía la confianza y fe en las rogativas y más en el agua del cielo que en los productos de la industria.

Era una desgracia en la familia el hijo que tenía el atrevimiento de emigrar, considerado como un verdadero desertor de las tradiciones, como una traición a los mayores, una rebelión ante la autoridad del padre. Costaba trabajo convencer al jefe de familia para que permitiera la salida del hijo hacia otras tierras. No se concebía que los hijos tuvieran que adaptarse a los nuevos hábitos y costumbres del lugar donde iban a residir sin experimentar trauma. Tampoco admitían que uno de los hijos aunque estuviera lejos faltara a las celebraciones religiosas: el Corpus, La Octava, La Ascensión, San Juan y San Pedro. Para estos días tan solemnes se solía llamar a los ausentes, a los que se fueron. La falta a alguna de estas fiestas religiosas era comentada entre los naturales.

La vida social se centraba en la taberna, la iglesia y la casa, además de las esporádicas reuniones del local de la Casa Ayuntamiento. El tabernero solía ser el representante de una profesión liberal o un labrador acomodado.

La vida de una casa tenía tres lugares distintos; el portal, la cocina y el comedor. En el portal, se acogía a los vecinos: Las mujeres solían hacer la tertulia en la puerta misma, sillas bajas y alguna butaca de mimbre, y en el suelo una caja de costura y el cesto de la ropa. En el invierno, el lugar de reunión era la cocina, especialmente en las largas noches de invierno. En ella, la mujer pasa la mayor parte del tiempo y en ella se encuentran los utensilios para las tareas domésticas. La familia, utiliza la cocina como comedor y sala de estar, a la que tienen acceso parientes y amistades. Las sillas suelen ser también bajas, propias para cuidar la lumbre y aprovechar el calor. En algunas casas se encuentra el comedor con sillas altas y un aparador. Este es el lugar de las grandes solemnidades, en el que se reciben las visitas de cumplido y se tratan asuntos de especial importancia.

Así, es la vida, la triste vida de Fuencaliente, un pequeño pueblo soriano.

(Extraído del manuscrito titulado “Fuencaliente, pequeño pueblo de ilusiones perdidas”, que Eugenio cabrerizo Cámara redactó junto con el periodista José Pérez Llorente alrededor del año 1970, obteniendo el reconocimiento de los Premios para el fomento de la investigación, nivel universitario del Consejo General de Castilla y León).

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.