Ya no hay pan como el de antes

Al tio Avelino le gustaba el pan que hacía su mujer, y conocía bien el cambio al comérselo cuando se les acababa en la panera y tenían que acudir a la querencia de alguna vecina, casi siempre la tia Eudoquia o la tia Petra, para pedirles un cuarterón de lo que les quedase de la última hornada.

Tenían el cocedero en la parte de atrás de la casa, en una recocina grande que lo mismo les valía para el avío del pan que para orear la matanza colgando chorizos, morcillas y güeñas de las varas que cruzaban de lado a lado el techo.

Sus hijos todavía se acuerdan de aquellos días que su madre se metía en el cocedero y no salía hasta media tarde, con la cara colorada por el calor y el delantal lleno de harina. Para ellos eran días raros, porque hacía la comida su padre, que no se le daba nada bien y terminaban comiendo cualquier cosa. Casi siempre unas alubias mal arregladas o algo de la orza. 

Lo mejor era el final del día, que iban a husmear por la recocina como quien no quiere la cosa, y su madre les daba unas hogacitas pequeñas que había hecho para ellos, y les dejaba probar un trozo de panete que a lo mejor se le había tostado algo demás por tardar de sacarlo.

Lo que realmente no han olvidado nunca los hijos de la tia Lorenza son precisamente los panetes que hacía su madre cuando cocía. Ellos andan ahora todos fuera del pueblo, por Zaragoza, Barcelona o Bilbao, y cuando encuentran que en alguna tienda venden algo parecido a los panetes de su pueblo, suelen comprarlos, pero ninguno llega a ser tan bueno como el que hacía su madre.

El tio Avelino nunca entraba en la recocina cuando la tia Lorenza andaba liada con lo del pan porque decía que eso era cosa de mujeres. Pero una vez sí entró, y pasó algo, que su hija pequeña sigue teniendo en la memoria y no se le ha olvidado después de cincuenta o sesenta años, hay que ver cómo pasa el tiempo.  

Fue al terminar la tarea, cuando su madre ya había extendido las hogazas cocidas encima de la mesa para que se enfriaran, y en otra más pequeña los panetes y los sobadillos que había hecho para el Domingo de Ramos, que iba a ser pronto. Pues resulta que su padre alargó la mano como para cogerse un cacho de un panete que estaba ya a medias, pero lo que atrapó fue un sobadillo recién hecho, y su madre le arreó un manotazo con ganas, que dio con el sobadillo en el suelo. 

-¿Cuántas veces he dicho que los sobadillos no se tocan hasta el día de la Pascua? 

Y mientras que ellos se ponían a dar voces por lo uno y lo otro, que los chicos nunca entendíanos de lo que hablaban, la chica cogió el sobadillo del suelo y salió corriendo por la puerta de la recocina, pies para qué os quiero, y se lo fue a comer a la calle. 

Ahora se ríe, pero entonces se acuerda de que se lo comió a todo meter, muerta de miedo por si venía cualquiera de los dos, renegándola por lo que había hecho y le sacaban el sobadillo de dos soplamocos de la boca. 

No ha vuelto a comer sobadillos como aquellos.  

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