En los años del hambre, mi abuelo Bene era Juez de Paz y como tal, acudía junto con el Sr. Alcalde y el Sr. Cura a los acontecimientos que había en el Coto Redondo, funerales, bodas, bautizos… pero cuando había gasto delegaba en mi padre, porque no le gustaba nada de nada la juerga y prefería dedicar el rato a hacer apaños en el cachimán o a escribir, que era su pasión. A mi padre, que era un chicato en aquellos tiempos, no le importaba hacer de acompañante en estos menesteres, porque no todos los días de podía comer arroz y pollo o garbanzos en cocido, que eran platos de celebración y echar al coleto unos tragos del porrón y si se terciaba una copichuela de anís o moscatel o acompañando a un rosco. Pues en una de estas bodas, en Zayuelas, además de estos manjares, había una botella de cognac que habían cambiado en la feria del Burgo por un par de cochinillo, de la que dieron buenos tientos entre el padre de la novia, el Sr. Cura y el Sr. Alcalde. Terciada la tarde había que hacer el camino de vuelta antes de que se hiciera noche cerrada y tanto el Sr. Alcalde como el Sr. Cura no tenían ni gota prisa ni gota sed y con el morro bien calentito y carga trasera mi padre tuvo que apremiar, coger a cada uno del brazo y arrear carril arriba hacia el pueblo. Había que ir saltando por encima de los arroyos que corrían al solavio del camino, mi padre, ya cansado con la poca prisa que tenían, medio paso antes de llegar a los regueros decia: ¡venga , que hay que saltar! y caían en mitad del arroyo, que encima bajaba con el agua rojiza del barro que arrastraba. Al llegar a casa la ama del Sr. Cura cuando vio como llegaba, con la modorrera de lo que había trasegado y la sotana llena de barro, le soltó : ¡pero ande te has metido cacho burro! Al día siguiente, como si no hubiera pasado nada, el Sr. Cura empezaba el sermón con: “Queridos hijos, haced lo que yo diga pero no hagáis lo que yo haga.
Pasado un tiempo y después de una larga temporada sin caer ni una gota de agua, las mujeres de Santa Maria acudieron a la Iglesia a pedir al Sr. Cura que sacará al Santo de procesión para hacer unas rogativas y éste se asomó a la calle, echó un vistazo hacia el cielo y dijo: «bueno, hacemos lo que queráis, pero no tiene ninguna pinta de llover»
Mientras tanto, el sacristán de Arganza se lamentaba en la cocina, echando un tiento al porrón de vino, porque jugando a las cartas había perdido las pocas perras que tenían ahorradas y compungido decía a su mujer: «no vuelvo a jugar a las cartas en mi vida, jamás, bueno, si acaso el día la fiesta,………. y a lo mejor el día de la matanza, – levantándose con los brazos en jarras-…..y sabes lo que te digo, ¡que jugaré el día que me de la gana!
Así se las gastaban entonces.
Muy buenas las tres historias, las había leído en el libro pero me ha gustado recordarlas.