Un sillón fuera de sitio

La traída de agua a las casas hace alrededor de cuarenta años, creo que fue en 1973, trajo al pueblo otras muchas novedades, como las lavadoras para que las mujeres no tuvieran que ir llevando sus baldes cargados de ropa en la cabeza hasta al río, los cuartos de baño con sus grifos de agua fría y caliente y algo después algún lavavajillas y la calefacción con radiadores. Fue también el tiempo de la modernización del mobiliario, como los muebles de formica y los sofás que fueron poniéndose en vez de aquellos bancos de madera que había en las cocinas renegridas que estaban pegados a la pared de atrás, y sobre todo las sillas de anea, algunas bien conservadas pero otras con huecos por donde se les salían las tripas. Las camas eran de hierro con grandes barrotes en los pies y la cabecera, y hasta entonces el agua había que ir a buscarla con calderos y botijos a la fuente.

Pero diez años atrás que todo eso las estrecheces eran grandes y las diferencias entre los del pueblo y los que venían de fuera nos llamaban la atención y mirábamos con ojos abiertos de par en par las pocas veces que llegaba algún forastero llevando pantalones replanchados, chaquetas con botones en las mangas y corbata.

Todavía recuerdo el verano que llegó un matrimonio de Madrid en un coche blanco cargado de cosas desconocidas para nosotros, que eran algo familia de uno que había sido alcalde y venían a pasar una temporada en una casa que le alquilaban. Los chicos les mirábamos desde lejos con miedo de que nos descubrieran, y más de una vez nos reíamos a sus espaldas viendo cómo ella se limpiaba los zapatos con mucho miramiento cada vez que sorteaba una moñiga y cómo se sacudía el polvo de la ropa restregándose con un cepillito que guardaba en un zurroncito muy fino.

Contaban que el hombre estaba pensionado por el estado porque padecía del corazón y que había trabajado enseñando cosas sobre los antiguos y de todo lo que hicieron. Debía entender también de la ciencia de encontrar minas de agua porque se pasaba los días enteros de un sitio para otro con unos alambres que decían que se movían solos al pasar por encima de algún encaño o un ramal de agua.

Las mujeres solían darles alubias o patatas de la cosecha y también cosas de la huerta, y ellos las cogían como si se sintieran obligados y les costase un esfuerzo recibir los regalos.

Un día mi madre me mandó llevarles una lata llena de huevos después de hacerme poner una camisa recién planchada y lavarme las manos con jabón de olor restregándome bien las uñas llenas de tierra.

-Pide permiso antes de entrar en la casa, y di buenos días a la señora. El señor mucho me equivoco si no anda por ahí como todos los días, dando vueltas con los ganchos esos perdiendo el tiempo.

Al llegar frente a la puerta me quedé parado al verla trancada como si no hubiera nadie en casa, eentonces todos las dejábamos abiertas sin preocuparnos de nada, y no supe cómo llamar para que saliera. Fue entonces cuando se me ocurrió dar la vuelta para asomarme por la ventana de la cocina, que daba a la parte de atrás, cerca de nuestro gallinero, y la vi resentada con todas sus mantecas en un sillón enorme de respaldo muy alto con dos cojines rojos con lunares y dos brazos como almohadones gordos. Tenía la cabeza envuelta en una toalla mojada, la cara completamente blanca como si se hubiese manchado de harina, y los pies metidos en un balde de cristal lleno de espuma verde y rosa. Llevaba puesta una bata azul muy fina con un escote que le dejaba al descubierto parte de su carne blanca. De repente Me dio vergüenza mirarla y me marché de allí corriendo, como si hubiese hecho algo malo y tuviese miedo de las consecuencias.

Cuando mi madre fue a cerrar las gallinas al atardecer, volvió algo extrañada pero contenta por la chocante puesta de aquel día.

Nunca supo que cuando me encontré solo, llevando la lata con los huevos de la forastera entre las manos no me atreví a volver con ella a casa y entrando en el gallinero fui repartiéndolos por los nidales de las gallinas como si ellas los hubiesen puesto.

3 comentarios

  1. Yo recuerdo el año que se hicieron las obras para que el pueblo tuviese agua corriente, Y como olvidarlo, si jugando encima de uno de los tubos me caí y aún llevo la cicatriz en el muslo!!!.
    Recuerdo que un día nos dieron 2 pesetas a todos los primos, y fuimos como nuevos ricos al colmado de Pedro, Mi prima pidió una peseta de «olivitas», que debía ser como se llamaba en nuestra ciudad a alguna chuchería.
    Volvió llorando desconsoladamente, con un cucurucho de papel lleno de aceitunas. Le habían dado lo que pidió, pero había perdido la mitad de su botín, Y cuando tienes siete años, no hay consuelo posible,

  2. Yo tambien recuerdo perfectamente el año en que se hicieron las obras para traer agua a las casas del pueblo.

    estando de vacaciones ese año me toco hacer de albañil, y en un cortijo que teniamos a la entrada de la casa de adobes. por el interior hice paredes nuevas
    de tochanas, y coloquemos un Water y un lavabo. Ya no teniamos que ir a la cuadra, recuerdo que se hicieron varios cuartos de baño en el pueblo.

  3. En el corazón tenía la espina de una pasión, logré arrancármela un día, ya no siento el corazón.
    Aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada.
    Fuentearmegil estará siempre conmigo, aunque no quiera.Hay una cicatriz que da fe de ello, que me recuerda mis orígenes, que me enorgullece, con agua corriente, o acompañando a mi madre al río.

    Como dijo El Poeta:

    Yo voy soñando caminos
    de la tarde. ¡Las colinas
    doradas, los verdes pinos,
    las polvorientas encinas! …
    ¿Adònde el camino irá?
    Yo voy cantando, viajero
    a lo largo del sendero…
    —La tarde cayendo está—.
    «En el corazòn tenía
    la espina de una pasiòn;
    logré arrancármela un día,
    ya no siento el corazòn.»

    Y todo el campo un momento
    se queda, mudo y sombrío,
    meditando. Suena el viento
    en los álamos del río.

    La tarde más se oscurece;
    y el camino que serpea
    y débilmente blanquea
    se enturbia y desaparece.

    Mi cantar vuelve a plañir:
    «Aguda espina dorada,
    quién te pudiera sentir
    en el corazòn clavada.»

    Para todos a los que el pueblo les ha dejado una marca, visible o no.

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