Siembra de primavera.

Retiradas las negruras más espesas de la noche, el labrador se levanta al toque del alba de marzo para estar ya en su besana dispuesto a labrar la tierra que sembrará después de arada.

En el cielo el sol luce con el amarillo nuevo de las claras de la primavera que empieza.

Con la esteva bien empuñada entre las manos, anima paciente a los bueyes para que mantengan sostenida la marcha del arado. Al llegar a la surquera de arriba ordena la vuelta a la yunta y sigue trazando surcos y surcos bien abiertos.

La luz se derrama recién estrenada, y es casi como si desde una nube blanca alguien sembrara brillos en las belortas del arado, destellos en los herrajes de los arreos y rayos de luz en la madera del ubio que tira del arado con empuje para que la reja entre bien en la tierra.

Orillado a un lado del camino que pasa por el lindero de abajo, descansa el carro sustentado por el tentemozo, y en él esperan dos costales de cebada el momento de la sementera. También una taleguilla con una bota de vino y un cantero de pan con algo de matanza por si el cansancio obliga a hacer un alto y recobrar fuerzas.

Al principio de todos los tiempos el primer Sembrador sembró la primera semilla sobre tierra fértil, y tras la primera semilla vinieron todas las otras.

La mañana está muy despejada, y corre una brisa fresca que a ratos trae fragancias de los tomillares y las estepas. Más lejos, negrea la mancha oscura de los encinares del monte, y sobrevuela alguna paloma suelta que acude hacia las lagunillas de la vega en busca de agua.

Otros vecinos labran sus heredades en otras tierras, y la mañana pasa serena al ritmo que avanza la tarea. Alguien canta a lo lejos mientras se afana, y el cantar se extiende por todo el campo alegrando el corazón a cuantos oyen la tonada.

Unas nubes ligeras flotan casi ingrávidas y tornasoladas.

Abiertos los surcos, desunce la yunta para que los animales descansen comiendo hierba y calmando la sed en el arroyo que bordea la pradera.

Y es entonces cuando el labrador inicia e rito de la simienza, esparciendo el grano al ritmo medido de sus pasos. Toma con su mano del saco que lleva terciado al hombro el grano, y extendiendo el brazo lo va derramando a lo largo del surco sopesando su cadencia.

Una cigüeña planea el aire llevando una culebra pequeña en el pico en dirección a la torre de la iglesia.

Terminada la siembra, engancha la yunta a la rastra de dientes metálicos y allana los surcos cubriendo la simiente en espera de que con las primeras lluvias de abril asome sobre el color pardo de la tierra la primera brizna de hierba que después será encañadura y espiga, y posteriormente la harina y el pan que en la artesa se amasa.

Los trigos y los centenos que pasaron el invierno dormidos bajo la nieve benéfica, están bien crecidos y reverdecen prometiendo abundante cosecha.

Hacia la parte del río los chopos se han vestido de hojas verdes, y los pájaros revolotean en los plantíos en un griterío amarillo con entusiasmo de generaciones nuevas entre las ramas.

Y el labrador contempla satisfecho el resultado de su afán, y sonríe sin sonreir hacia afuera, encontrando que su labor estaba bien hecha y sólo había que esperar que la lluvia del cielo abriese el proceso de la nacencia poniéndolo en marcha.

Mientras hace los preparativos para la vuelta a casa, hacia la mojonera de Fuencaliente ve unas nubes negras que le recuerdan los nublados del verano preñados de piedra que pueden arrasar en menos de un credo la labor de la temporada entera. Incertidumbre del labrador, que depende de las inclemencias de los temporales llegados desde lo alto que castigan a buenos y malos con mano recia.

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