Patatas machacadas

Las patatas se sembraban entre marzo y abril, según viniera el tiempo, y se cogían de septiembre a octubre, aunque mal que bien se iba arrancando alguna mata desde unos meses antes para el arreglo de la casa. Eran una de las comidas más cotidianas a lo largo de todo el año.

Muchas tardes mi madre se sentaba al calor de la lumbre a mondar patatas para hacerlas machacadas para la cena. A un lado una cesta llena, al otro, un caldero para echar las mondarajas. Encima de una tajuela un barreño pequeño de barro para las peladas.

-Aquí hay una colorá.

Cuando salía alguna patata roja la guardábamos aparte, y en cuanto juntábamos tres o cuatro las asábamos porque nos parecía que asadas tenían más sabor que las blancas.

Mi madre tenía la costumbre de comentar cosas mientras estaba metida en sus faenas, y nosotros la escuchábamos atentos porque siempre se aprendía algo con ella.

-En las patatas se aprovecha todo. Las personas nos comemos lo de adentro y las cochinas lo de afuera, que bien que les gusta. Cuando están todas mondadas se las lava bien y luego se parten en cachos medianos de grandes, pero hay que hacerlo tronchándolas un poco para que al cocer se deshagan y hagan mejor caldo.

Las lavaba en el mismo barreño y usaba una cazuela de barro para ir echando las partidas. Las cortaba metiendo el cuchillo y haciendo fuerza con la hoja para que se rompiesen haciendo un ruido como un chasquido y cayesen a la cazuela que sostenía en el halda del delantal.

-Parece que padre tarda. Hoy iba a sembrar de trigo la parcela de Valdelalobera y estará aprovechando estos días que está el tiempo blando.

Algunas veces no se podía arar porque no llovía y la tierra estaba demasiado dura, y otras veces, si se metía en agua, se encharcaban las hondonadas y se atescaba la yunta.

-Mientras que voy a buscar una gavilla de estepas tú puedes llevar las mondarajas a la cochina.

Los cortijos solían estar en la parte de atrás de las casas o en algún cachimán cerca. Dentro de ellos había cerraderos hechos con tablas o paredes bajas, con un gamellón de piedra que sobresalía un poco para echarles la comida. El gamellón de la nuestra lo había hecho mi padre con un pico, picando una piedra grande sacada de la cantera del monte.

En casi todas las casas se tenía una cochina o dos para la cría de cochinillos que se vendían en cuanto hacían los dos meses a los cochineros que venían buscándolos por los pueblos o llevándolos al mercado del Burgo o San Esteban. Pasadas las labores de las eras se solía apartar la cochina más vieja para la matanza y se le engordaba con berzas, harinilla, trigo cocido y todas las sobras y desperdicios de la cocina.

Las patatas cocían bien cubiertas de agua arrimadas a la lumbre en un puchero de barro con un sesero para que no se cayera sin querer. Cuando empezaban a cocer las echaba un puñadito de sal gorda que sacaba de una colodra colgada en el esconce de la chimenea. Hasta años más tarde en mi casa no se estilaba la sal refinada, que ya tampoco se guardaba en colodras de cuerno, desplazadas por saleros modernos.

-¿Por qué unos días les echas laurel y otros no?

-Pues porque unos días tengo y otros no, y hoy es de los que no.

Media hora credo arriba o credo abajo era lo que tardaban en estar blandas, y entonces venía lo bueno. En una sartencita pequeña puesta sobre las trébedes calentaba dos o tres cucharadas de aceite, sofreía un ajo que machacaba en el mortero y echaba un pellizco de pimentón dulce y otro de picante, y lo volcaba todo en el puchero de las patatas dándoles unas vueltas.

-¿Pero cuánto tenía que ser de dulce y de picante?

Unas veces picaban más y otras menos, y con el tiempo me enteraría de que a mi padre le gustaban las comidas picantes y a ella no, por lo que echaba más o menos según él comiese en casa o estuviésemos solos.

-Ya están arregladas.

Después de echarles el refrito cocían dos padrenuestros más y se apartaban de la lumbre para que fueran enfriándose.

-Vaya frío que hace en Valdelalobera. Mirad lo que os he traído.

Mi padre entraba en la cocina con el capote puesto, frotándose las manos para entrar en calor, y cuando se lo quitaba era un poco como si el invierno se desparramara encima de todas las cosas manchándolo todo con gotas de agua helada o puntas de nieve.

-Tienes que machacar las patatas, que ya están aquietadas.

Mi padre era siempre el encargado de hacerlo. Tenía un cucharón grande, que había hecho él mismo de madera de encina, y presumía de que siempre le salían en su punto. Sentado al calor de la lumbre, con el puchero puesto entre las piernas y un poco inclinado hacia delante, daba vueltas y más vueltas al cucharón revolviendo un poco para levantar las del fondo y las iba machacando con la ayuda del cucharón y la pared del puchero, hasta que se hacían una masa igual por todas partes, con los tropiezos justos de patata sin machacar para que no olvidáramos su procedencia ni la tierra en la que había sido sembrada.

-¿Qué nos has traído?

Casi todos los días nos traía alguna cosa, como un puñado de bellotas, un chiflo hecho con una rama verde o unos gallarones para que jugáramos con ellos.

-He encontrao unas setas buenismas pa poner mañana con la liebre que maté ayer en lo bajero de Valdepedro.

El día de antes había encontrado una liebre dormida en una rastrojera y la había matado tirándole la cachava, así que al día siguiente comeríamos liebre con setas. Nada más bueno.

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