San Andrés, la fiesta más festejada del invierno.

Con el paso de los años sigo recordando las caras de alegría y felicidad de la gente en medio de los temporales contumaces de agua, nieve y viento del mal tiempo, que hacían difícil la celebración de un día de fiesta, y, por encima de todas las inclemencias, cada año lo celebrábamos.

Una vez el sastre de San Leonardo le hizo un traje de chaqueta y pantalón a mi hermano para que lo luciera yendo a la iglesia, y cuando se lo probó unos días antes para ajustarle las medidas, se le veía tan elegante que nos daba miedo acercarnos a él para no manchárselo.

La víspera de la fiesta mi madre mataba un pollo, y mi padre elegía un cordero lustroso o una borrega machorra para asar los cuartos y los costillares en el horno cocedero.

Al atardecer las campanas tocaban a Mañana es Fiesta, y las calles se llenaban de gente regocijándose, corriendo detrás de los gaiteros que pasaban por todas las calles tocando.

Al día siguiente nos despertaba la diana de los músicos que empezaban la ronda en la casa del señor alcalde, en la del cura, y después pasaban de calle en calle, de esquina en esquina sin dejarse ni una sola, y en unos sitios les convidaban a unos roscos, en otros a un trozo de torta, a unos sobadillos o unas pastas.

-Por nosotros y por los que ya no están con nosotros. Salud para todos.

Antes del toque a misa los hombres iban a arreglarse el pelo a casa del tio Goíto y el tio Honorio, que eran por entonces los peluqueros de nuestro pueblo -me dice el Jonás, que a sus noventa años conserva en su memoria todo lo que vieron sus ojos como un tesoro.

Los chicos y chicas de la escuela iban a buscar al señor cura a la puerta de su casa para acompañarle hasta la iglesia, y un predicador del Burgo pronunciaba un sermón solemne hablando del apóstol y de la vida eterna con voz tronante como si clamara. El tio Eugenio, el sacristán, entonaba cantos ceremoniales que se esparcían por el aire resonando en el artesonado del techo con la fuerza de su voz firme y bien afinada.

Tras la misa, baile en la plaza. Grandes y pequeños bailando la rueda mientras las mujeres hacían la comida en las casas y preparaban la mesa.

El segundo plato podía ser pollo guisado o frito, cordero asado, o las dos cosas, pero ¿quién no recuerda aquellas paellas gloriosas que hacían nuestras madres? Arroz, pollo o conejo, pequeños trozos de chorizo, pimiento asado, huevo cocido cortado en menudo, aceitunas… Los chicos nos peleábamos por las aceitunas.

El postre, si lo había no lo recuerdo, pero era día de sobremesa larga, haciendo un extraordinario de café hecho en puchero, uno de los pocos del año que se tomaba, y tampoco faltaba una copa de coñac para los adultos, mientras los chicos les mirábamos pensando que algún día nosotros también seríamos mayores y tomaríamos.

A media tarde se ponían alrededor de la plaza los puestos de los confiteros que vendían bolsitas de confites y almendras garrapiñadas, cachavas de caramelo, y años después chupachuses, martillos de azúcar y aquellos chiflos que no queríamos comernos para que pitaran.

La primera vez que vinieron los músicos de Alcubilla y San Esteban, que tocaban con acordeones canciones modernas venidas de fuera, pensamos que los nuevos ritmos dejarían atrás todo lo viejo, pero nos equivocamos de medio a medio. Antes de hacer un alto para la cena salieron nuestros gaiteros y tamboriteros, y todos formaron un corro alrededor de la plaza para bailar la Rueda. Aquello sí era lo nuestro de siempre.

Algunos años el tiempo se metía en agua o nieve, y si hacía frío se organizaba el baile en el Juego Pelota que estaba un poco más abrigado, y después de cenar se hacía en la Casa Pueblo bajo techo. Las madres vigilaban a sus hijas desde la puerta para mirar con qué mozo bailaban, y que no dieran de qué hablar al día siguiente.

Un año recuerdo que yo andaba ajustado de pastor en Valdealbín, y me vine a la fiesta a campo través con toda la nieve. Casi no se conocía por dónde iba el camino, y me guiaba por la estampa de la torre de la iglesia, que se veía desde bien lejos y me empujaba hacia ella como si me llamara. ¡Qué alegría para mis padres y mis hermanos, que estaban calentándose alrededor de la lumbre, cuando me vieron entrar por la puerta!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.