Diciembre, el mes más largo del año

No cabe duda que el clima va cambiando con el paso del tiempo, y que las temperaturas, como las lluvias, la nieve y las ventiscas no tienen la dureza que tenían hasta mediados del siglo pasado. Lo cierto es que el último mes siempre ha sido el más frío del calendario. Evidentemente las casas tampoco estaban preparadas para protegernos y teníamos que defendernos de las inclemencias con medios muy precarios que nunca eran suficientes.

Al levantarnos por la mañana veíamos una rila de chupones colgando del alero de todos los tejados de las casas. Si nos los comíamos tirándolos a pedradas sabían a agua helada, pero si caían al suelo desprendiéndose era peligroso pasar por debajo de las bocacanales.

Dolían las uñas a punto de quedarse congeladas, y humeaba el aliento al salir de las bocas que castañeteaban de frío.

El calor de la lumbre era el único sitio de la casa que invitaba a permanecer al resguardo de la lluvia, la nieve y el cierzo. De vez en cuando nos asomábamos entre los barrotes de alguna ventana, o por encima de la parte de abajo de aquellas puertas partidas que había antes. Algunas también con cuarterón a la altura de los ojos para mirar cuando llamaba alguien sin necesidad de enfriarse.

Terminada la siembra, los hombres iban al monte de Zayas y de Berzosa a buscar leña delgada y leña gorda pensando en los días que faltaban de invierno y los preparativos para la matanza. De alguno se decía que para quitar la sed le daba a la bota sin tiento, y a la vuelta echaba los frenos del carro en las cuestas arriba y le dejaba desmandarse las cuestas abajo.

El treinta de noviembre, el día de San Andrés, que es la fiesta del pueblo, era ya pleno invierno. Lo decía el refrán: «por Los Santos, la nieve en los altos; por San Andrés, la nieve en los pies.» Era costumbre probar el vino de la nueva cosecha, después de más de cuarenta días cociendo el mosto en las bodegas. Había quien decía que todavía estaba algo verde, pero ya estaba en condiciones de ir gastándolo y bien merecía la pena echar la primera espita un día tan señalado.

Durante las fiestas de navidad se celebraba una de las costumbres más arraigadas en nuestros pueblos, el Reinado de los Mozos, nombrando entre ellos un Alcalde de Mozos que era el encargado de organizar los bailes. Iban de casa en casa en cuadrillas pidiendo lo que fuera, como unas alubias, unos huevos o un trozo de tocino para hacer torrendos, y con todo ello preparaban una merienda o una cena a la que invitaban a las mozas y cantaban coplas hechas por alguno de ellos que todavía se recuerdan.

El invierno era largo y las tardes llegaban hasta media noche, esmotando alubias alrededor de la lumbre, hilando vellones de lana de las ovejas manejando el huso para hacer las madejas, o jugando a las cartas en torno a la mesa camilla al calor del brasero.

Los más viejos contaban historias de sus años jóvenes y de la guerra, y los chicos les escuchábamos convencidos de que todo aquello no iba con nosotros.

Pasadas unas semanas se alargaban los días, se derretía la nieve de las calles, salía un sol creciente reflejando sus rayos en los charcos, y todas las señales nos decían que había despertado la vida y había vuelto a ponerse en marcha.

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