Patatas nuevas de temporada, ¡qué diferencia!

Las patatas se siembran a principios de la primavera y van engordando poco a poco bajo la tierra hasta que llega el momento de cogerlas. A partir de mediados de octubre estaban ya en sazón para ser cosechadas. Las de la temporada anterior se habían ido quedando viejas en la patatera, y con los meses iban echando tallos cada vez más largos y poniéndose blandas y negras.

Desde mediados de verano iban entresacándose algún golpe que otro para el consumo diario, pero llegado noviembre había que cogerlas todas antes de que se metiera el hielo y el agua y las maladara.

Las más pequeñas se cocían a la lumbre en calderos mezcladas con trigo o centeno para dárselas a las cochinas de engorde, aunque estaban buenísimas y más de una y de dos nos las comíamos antes de que llegaran a los gamellones.

Las patatas eran una de las comidas más cotidianas junto con las alubias a lo largo de todo el año.

Muchas tardes mi madre se sentaba al calor de la lumbre a mondar patatas para hacerlas machacadas para la cena. A un lado una cesta llena, al otro un caldero para echar las mondarajas. Encima de una tajuela un barreño pequeño de barro para las peladas.

Las lavaba en el mismo barreño y usaba una cazuela de barro para ir echando las partidas. Las cortaba metiendo el cuchillo y haciendo fuerza con la hoja para que se rompiesen haciendo un ruido como un chasquido y cayesen a la cazuela que sostenía en el halda del delantal.

Las patatas cocían cubiertas de agua arrimadas a la lumbre en un puchero de barro con un sesero para que no se cayera al atizar la leña. Cuando empezaban a cocer las echaba un puñadito de sal gorda que sacaba de una colodra colgada en el esconce de la chimenea. Hasta años más tarde en mi casa no se estilaba la sal refinada, que ya tampoco se guardaba en colodras de cuerno, desplazadas por saleros modernos.

Media hora credo arriba o credo abajo era lo que tardaban en estar blandas, y entonces en una sartencita pequeña puesta sobre las trébedes, calentaba dos o tres cucharadas de aceite, sofreía un ajo que machacaba en el mortero y echaba un pellizco de pimentón dulce y otro de picante, y lo volcaba todo en el puchero de las patatas dándoles unas vueltas.

Después de echarles el refrito cocían dos padrenuestros más y se apartaban de la lumbre para que fueran aquietándose.

Mi padre era siempre el encargado de machacarlas. Usaba un cucharón grande que había hecho él mismo de madera de una encina arrancada en el monte, y presumía de que siempre le salían en su punto. Sentado al calor de la lumbre, con el puchero puesto entre las piernas y un poco inclinado hacia delante, daba vueltas y más vueltas al cucharón revolviendo un poco para levantar las del fondo y las iba aplastando contra la pared del puchero, hasta que se hacían una masa igual por todas partes, con los tropiezos justos de patata sin machacar para que dejaran en el paladar el regusto de estar comiendo unas patatas que sabían a gloria.

Las mejores eran las que salían en una tierra que teníamos en la vega, por debajo del puente del camino a Zayuelas. ¡Esas sí que eran buenas!

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