Honor a nuestros antepasados

A mi abuelo le debo todo lo que recibí suyo sin que él supiera nunca que me lo estaba dando.

Le conocí muy mayor, o lo que a mis poquísimos años yo entendía por alguien muy mayor. Tal vez tuviera sesenta y tantos o setenta y pocos, no lo sé y tampoco es muy importante saberlo ahora.

Vestido siempre con su chaqueta y su pantalón raído de pana, su gorra parda en la cabeza, caminaba encargándose mucho en una cachava de enebro de las que hacían para ir de pastores con las ovejas, llenas de nudos y de un color amarillento que iba oscureciendo con el paso de los inviernos.

A mi abuelo le gustaba mucho leer, y cuentan que era uno de los pocos del pueblo que leía el periódico que llegaba cada tres días de Soria. De esa costumbre de mi abuelo creo que he heredado yo la afición a la lectura, que llevo leyendo desde que era renacuajo y le veía a él a todas horas ensimismado haciéndolo. Todavía creo que quedan en algún arca varios libros roídos por los ratones y con manchas de cera de haberlos tenido abiertos entre las manos a la luz de un candil o una vela, antes de que la electricidad viniera a aliarse con los aficionados a leer por la noche hasta que se les cerraban los párpados.

Lo que más me llamaba la atención era verle hacer cestas de los mimbres que él mismo había sembrado de joven en una tierra donde también tenía un palomar con palomas, que era el único que existía en todo el contorno y muchos cazadores venían al ojeo furtivo para escamoteárselas al vuelo. Los mimbres los guardaba en un altillo del cobertizo de los aperos del campo, atestado de arados y vertederas, ubios, colleras y horcates, zumbas y cencerros de todos los tamaños, a los que también él se ocupaba en ponerles los badajos cuando alguno se perdía con el uso y hacía falta reponerlo.

Pero lo más valioso de lo que recibí suyo no fue su admiración hacia los hombres sabios, ni su capacidad de trabajo, ni su don extraordinario para las tareas manuales y las que exigían un mayor esfuerzo. De mi abuelo lo que más me fascinaba era su presencia, su saber estar, la serenidad con la que afrontaba las situaciones más complicadas sabiendo darles la solución justa incluso en los casos enconados en que los demás perdían la entereza.

De mi abuelo lo que más me satisfacía era la conformidad ante las dificultades de la vida, y su habilidad para adelantarse a los problemas y ayudar a afrontarlos sin que nadie advirtiera que estaba ayudando.

Su nobleza transmitía respeto hacia los demás, y sabía ganarse la consideración de todos siendo respetuoso con ellos.

El día de su cumpleaños, a principios del verano, íbamos con él la cuadrilla de todos sus nietos a recoger la cosecha de los frutales que tenía en el corral de su gallinero, y volvíamos todos cargados con cestas llenas de manzanas amarillas, ciruelas verdes y guindas pequeñas y muy rojas, que algunas hacían reír de agrias que estaban pero nos gustaba comerlas.

Su semblante adobado en mil soles y mil cierzos inspiraba veneración hacia quien actuaba siempre con rectitud y nobleza como lema de comportamiento, y yo, a su lado, sentía la ternura con la que me distinguía por ser su nieto más pequeño.

A mi abuelo le debo todo lo que recibí suyo sin que él supiera nunca que me lo estaba dando.

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