Para que los mayores lo recuerden y para que los jóvenes lo sepan, me permito escribir este pequeña miscelánea de nuestro pueblo.
Los años de la postguerra fueron unos años difíciles en toda España. Había carencia de todo. Los productos de primera necesidad, como la alimentación, estaban racionados. Se adquirían mediante la “Cartilla de racionamiento”, un repugnante cuadernillo de color marrón verdoso del cual se iban arrancando unos cupones cada vez que adquirías un producto, previo pago, claro. La cantidad que podías comprar era en función del número de familia que había en cada casa.
Fuentearmegil también sufría estas carencias, aún siendo un pueblo agrícola y ganadero. La razón os la contaré mas abajo.
Siendo yo un niño con cinco o seis años, aún recuerdo a nuestro pueblo empapelado de pasquines en los puntos mas visibles, como las entradas del pueblo y la plaza. Los de color añil son los que más me vienen a la memoria. En ellos se veía a un miliciano con la camisa arremangada empuñando un fusil que elevaba hacia el cielo. En otros se veían carros de combate. No recuerdo si estos pasquines hacían alusión a los dos bandos en contienda o solo a uno, pero todos eran alegorías de la guerra.
Recuerdo al tío Hipólito Flores, (uno de los gaiteros de “Los Gatos”) que por las mañanas iba a recoger el periódico a la Secretaría. Se colocaba en medio de la calle rodeados de varios vecinos y lo leía en voz alta. Después se formaba una pequeña tertulia comentando los avances o retrocesos de los frentes.
Mas arriba he comentado las carencias de nuestro pueblo aún siendo agrícola y ganadero.
Lo niños de aquella época contemplábamos con horror como venían por el Camino de Zayuelas unos motoristas vestidos de negro, con gafas negras y con un casco que lo abrochaban debajo de la barbilla. No se les veía el rostro. Venían en una moto grande con sidecar. Eran “Los Delegados”. Los delegados de Abastos
Solían venir a la hora de recoger la parva. Eran el terror de nuestros padres. Se acercaban a las eras y de lo que ellos veían, estimaban lo que se tenía que entregar a Abastos. Los almacenes estaban en San Esteban.
Estos delegados no venían todos los días, la frecuencia era aleatoria.
Algunas veces registraban las casas. Miraban por las habitaciones, en las cámbaras, pasaban el dedo por las torvas de los molinos de moler el pienso para los animales para ver si había residuos de harina.
La necesidad trajo la picaresca. Algunos vecinos hacían paredes con doble fondo, la blanqueaban y dentro depositaban el grano, quedando oculto a los ojos de “Los delegados”.
Como con el grano que les dejaban no tenían lo suficiente para cubrir las primeras necesidades, tanto para sembrar como para comer, tenían que ir a San Esteban a comprar el grano que les habían requisado, pero a un precio del doble que a ellos se lo habían cobrado.
Como la mayoría de los vecinos no podían comprar el trigo, pues tenían que dosificarlo, es decir, que no siempre se podía hacer el pan en casa.
Con la cartilla de racionamiento se iba a Zayuelas, a “la panadera de Zayuelas”, que ahora no recuerdo su nombre, y nos traíamos el pan. Un pan negro que era casi incomestible. Nunca supe de que estaba hecho. Se decía que de salvado y serrín: Cuando se comía se encontraban raspones de paja o de leña.
Ojalá que nuestras futuras generaciones no tengan que volver a preguntarse de que estará hecho el pan que se están comiendo.
La necesidad agudiza el ingenio.
Los niños además de comer, tienen otras necesidades, como el juego. Yo recuerdo como nosotros mismos nos hacíamos nuestros juguetes. Las niñas con una patata, un palito y unos trapos se hacían su “moña”, su muñeca. Los niños teníamos una gama superior de juguetes. Por ejemplo con la tapa de una lata de sardinas, una tablilla y una punta nos hacíamos una rueda. En invierno cuando helaba mucho recortábamos el hielo de una charca, hacíamos un agujero en el centro y con dos palos en forma de horquilla formábamos otra original rueda. Con dos botes y una cuerda nos hacíamos unos zancos.
Otras veces íbamos al Monte del Señor y cortábamos unos palos con ramas en las partes inferiores y nos hacíamos unos zancos bastante altos. Teníamos que hacer filigranas para mantener el equilibrio. Nos hacíamos las escopetas de madera a “golpe” de navaja. Puro bricolaje.
Con una patata envuelta en un trapo y atado con una cuerda, con unas cintas de papel que colgaban hacíamos una carioca. Lanzándola con fuerza, se elevaba a una altura considerable.
¡Ah, y nuestros juegos preferidos eran el bote y los palepes¡
El juego del bote consistía en colocar un bote a 20 pies y con una piedra se intentaba pegarle y lanzarle a la máxima distancia. El que lo lanzaba mas lejos ganaba.
Los palepes eran las tapas laterales de las cajas de cerillas. Con ellos comprábamos cosas que otros niños nos vendían. También nos los jugábamos lanzándolos contra una pared e intentar montar en el del contrario para ganar.
También jugábamos a otros juegos mas comunes como la piola, a resconder y a atufaina.
Las niñas jugaban a las tabas y al pisé.
Había algunos con una gran habilidad para todo, como mi querido amigo Vicente Antón que en paz descanse. Ël con una “perra gorda” de cobre hacía anillos para quien se lo pidiese, e incluso ponía las iniciales en el sello con la punta de la navaja. Era tanta su habilidad que con restos de bicicleta que encontraba se hizo su propia bicicleta.
Con una tablita atada al extremo con una cuerda nos hacíamos una zarrumba, que al hacerla girar circular mente emitía un zumbido muy llamativo.
Pero a pesar de todo, disfrutábamos de lo lindo correteando en la calle por las noches de invierno, con aquellas lunas llenas tan brillantes, yo creo que únicas en nuestro pueblo. Y que decir de las fiestas de San Andrés y Santa Isabel, con sus gaiteros, con sus confiteros, con nuestras alpargatas nuevas y con nuestros pantalones bombachos de pana negra. Creedme, esto último lo recuerdo con nostalgia.
Me gustaría poner una moraleja a este escrito, pero mejor que cada cual saque sus propias conclusiones.