Liturgia de la recogida de la miel.

La primera vez que asistí al rito de catar la miel, debía de tener muy pocos años. A lo mejor cuatro, cinco como mucho. Yo era el más pequeño de mis hermanos, y fuimos todos juntos al colmenar del abuelo, siguiendo la sugerencia de mi madre para que viéramos cómo se cataba.

Era una mañana despejada y fría, pero lo más duro del invierno ya había pasado. El almendro que crecía cerca de las colmenas estaba llenecito de flores blancas.

Padre llevaba puesta una careta de alambre muy tupido y un pasamontañas, y se había atado con cuerdas las mangas de la chaqueta y las perneras de los pantalones. Salía mucho humo de paja quemada de dos botijas rotas por la parte de abajo puestas encima de unas piedras planas al pie del árbol.

Debimos de hacer gestos de estar muy desconcertados, como si lo preguntáramos todo sin saber ponerle palabras.

-¿Vosotros no sabéis que las abejas salen a escape cuando huelen el humo de la paja, y no se enzalaman?

Era la voz de nuestro padre, pero la careta le tapaba toda la cara y se movía muy despacio, soplando en la boca de la botija para que la humareda entrase por la boquera de las colmenas.

-¿Dónde está el abuelo?

No contestó nada, pero señaló con la mano hacia el agujero por donde salían pelotones de abejas atolondradas. Allí estaba.

Los patos andaban a sus anchas, yendo y viniendo de la charca que cuando llovía se formaba en una tierra sin sembrar que pegaba con el palomar de las palomas.

Esperamos parados para ver lo que pasaba, pero terminamos cansándonos. El humo picaba en los ojos, y cada vez zumbaban menos abejas.

-¿Cuándo sale el abuelo?

-Todavía tardará un rato. Ir a ver cómo nadan los patos, y luego volvéis para que veáis los panales.

En la charca había dos o tres chicas de las que iban a la escuela mirando el deambular de los patos nadando y buscando gusanos entre las junqueras.

Cuando volvimos a ver si habían terminado, en medio de la puerta del colmenar estaba en pie un hombre alto, con un capote hasta los pies, una careta con mancas de cera amarilla y una tela de saco que le tapaba toda la cabeza. Era el abuelo, con dos calderos grandes a rebosar de panales de color blanco y marrón claro, recién sacados de las colmenas.

-Ir deprisa a casa, y que madre vaya poniendo la caldera.

Y echamos a correr, convencidos de que llevábamos un recado importante.

-Cuando ellos van yo vengo.

La caldera estaba ya colgada del hallarín de la chimenea, y también dos gavillas de estepas para hacer una buena lumbre con ellas. Tardaron poco de llegar los catadores, ya sin sus atavíos de protección.

-¿Se puede comer cruda?

-Así es como está más buena, pero es peligrosa porque puede tener guirgues de las abejas. En un pueblo cerca se murió una mujer porque se tragó un guirgue lleno de veneno.

Mi padre quiso que miráramos la forma exagonal de las celdillas donde las abejas iban almacenando lo que recogían de las flores en el buen tiempo para poder comer de ello por el invierno, y nos dejó probar un poco de un trozo de panal que puso en un plato después de asegurarse que no tenía aguijones.

-Al cocerse en la caldera, la miel se queda en la parte de abajo, y arriba se forma una torta de cera que al enfriarse puede separarse bien una de otra.

En aquel tiempo, la miel nos producía la fascinación que despiertan las cosas sagradas. Mi madre la guardaba en una orza custodiada en la despensa porque la miel quería oscuridad y fresco, y la despensa era el sitio más oscuro y más frío de toda la casa.

Algunos días, no todos, nos daba una rebanada grande de pan untada con bien de miel para que almorzáramos a media mañana o como merienda, y nos la comíamos como si fuera el manjar de todos los manjares. Ahora sabemos que realmente lo era.

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