Liebres, caracoles… y otros platos.

Nuestro término municipal tiene dos ecosistemas perfectamente definidos -uno de secano y otro de regadío-, lo que hace que sus recursos naturales sean abundantes, y nuestros antepasados siempre supieron sacar el mejor partido de lo que les ofrecía cada temporada del año. Hablaremos primero del aprovechamiento de los animales que se criaban en el campo, y dejaremos para otro momento todo lo relacionado con las plantas autóctonas por ser especialmente extenso.

Uno de los fenómenos que ha ido evolucionando más ha sido el de la caza, que ha adquirido un sentido de entretenimiento casi deportivo, además de llegar a ser una fuente de ingresos nada desdeñable para los Ayuntamientos en forma de impuestos por licencias municipales. En tiempo de nuestros abuelos eran pocos los que tenían escopeta, y la mayoría cazaba con galgo, conformándose con una pieza o dos, que bastaban para comer una vez o echar en escabeche para que se conservara. Por entonces había muchas liebres y muchos conejos, y el campo estaba lleno de bandadas de perdices y codornices, además de las palomas torcaces que iban de paso. Algunos cazaban a lazo, poniéndolos en las camas donde dormían las liebres, y en los nidos cuando estaban empollando codornices, perdices y demás pájaros. Tampoco era de extrañar que alguno contara que había cazado tirándole la cachava a una liebre o un conejo y rompiéndole el espinazo.

Los chicos iban a matar gorriones por las afueras del pueblo o por los plantíos con los tiragomas, y si se les daba bien volvían con una buena partida de pájaros que su madre les freía en la sartén para la merienda.

La costumbre de ir a buscar caracoles por la noche, ayudados de un farol o cualquier ingenio que alumbrara algo, fue siempre una costumbre muy popular en nuestros pueblos. Solían criarse mucho en toda la vega, y se les encontraba fácil en las orillas de los caminos, en los cirates de los arroyos, en las praderas y en cualquier rincón donde creciera un poco de hierba en primavera, que es cuando más abundan. El refrán dice que los mejores son los de abril, y algo peores ya los de mayo. No eran muy grandes, pero bien guisados tienen más sabor que los de otras partes con mayor tamaño.

Los peces de nuestros ríos eran pequeños, pero había quien los pescaba a mortera o con una cesta para que fueran reteniéndose según bajaba la corriente. Lo que había en cantidad eran cangrejos y ratas de agua. Los cangrejos solían cogerse a retel, poniendo un trozo de tocino para que picaran, pero no faltaba el que los cogía a mano sin mucho esfuerzo de tantos como había. Las ratas vivían en cuevas que ellas mismas hacían a la orilla, con una salida al borde del agua y otra hacia las tierras para salir a comer hierba. Se las cazaba con un cepo de hierro puesto en cada boca, y dicen que tenían una carne muy delicada y que hacían muy buena paella.

Finalmente no queremos olvidarnos de las alimañas, como aves carroñeras, zorros y lobos, que estaban perseguidos por los Ayuntamientos y recompensaban con dinero a los que los mataban. Yo recuerdo, siendo pequeño, que alguna vez los mozos pasaban pidiendo por las casas con la piel de un lobo, y los vecinos les daban huevos, morcillas o lo que tuvieran por haberles librado del daño que hacían en las ovejas o donde pegaran.

En aquellos tiempos de economías apuradas y de estrecheces, el aprovechamiento de los recursos naturales que daba el campo era una buena ayuda para las familias, y la gente sabía apreciarlo en todo lo que valía. Todavía quedan muchos que lo recuerdan.

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