Las labores del mes de agosto

El verano es un período de tiempo largo en el que el calor y las muchas horas de luz marcan una diferencia importante del resto del año. En julio y agosto se hacen las mismas tareas, unas a continuación de otras a medida que se acaba una faena y hay que empezar con la siguiente.

La trilla va estando avanzada, y en la primera o segunda semana de agosto era raro que se vieran hacinas en las eras sin trillar. Era el momento de beldar la parva, aprovechando los ratos que hacía viento para separar el grano de la paja a golpe de bieldo. Después de beldar había que terminar de quitar las últimas brozas con las cribas, unas de agujeros más pequeñas que otras, hasta terminar con el harnero de trama más fina. Desde mediados del último siglo fueron apareciendo las máquinas beldadoras movidas por manivela o con motor de gasolina.

Lo siguiente era llevar el grano a los graneros llenando los sacos y las talegas con la media y cargándo los carros.

La paja se metía en los pajares para aprovecharla como comida del ganado o para camas de corrales y cuadras, dependiendo que fuese de trigo, de avena, cebada o centeno.

Hacia San Bartolomé, que es el 24 de agosto, se había terminado de eras, y había la costumbre de ir a la romería de la ermita de Ucero en el cañón del río Lobos. Algunos años no se terminaba hasta final de mes o principios de septiembre, dependiendo de los nublados, por lo que no se descansaba ni siquiera los domingos para acabar lo antes posible.

Los que tenían ovejas vendían los corderos, quedándose con las corderas para ir renovando el rebaño. Existía la costumbre de cambiarse las corderas entre unos pastores y otros para separar a las madres de las hijas y que empezasen a comer sólo hierba, aunque otras veces se les destetaba poniéndoles algo en las ubres para que no pudiesen mamar. Pocas semanas más tarde las primeras ovejas estaban moriondas, y empezaban a quedar preñadas, que empezarán a parir cinco meses después, hacia el mes de febrero y marzo.

Las cochinas también habían parido a principios del verano, y era el momento de vender las lechigadas a los cochineros que venían a buscarlos cuando cumplían dos meses. También solía dejarse alguna hembra de las mejores de la camada para cambiar por las que llegaban a los cinco años y no valían para criar.

Al final de la jornada no quedaba más remedio que dedicar un rato a regar la hortaliza de los huertos en plena producción, y, cuando tocaba el turno del regadío de la vega, acudir a regar las alubias o las patatas sembradas junto al canal o la regadera que llevaba el agua de la presa hecha por los vecinos en el río a principios de verano.

Después del cansancio agotador y los calores aguantados, llegar a casa al atardecer, cuando el sol empezaba a trasponerse, era lo mejor del día, si no fuera porque a la mañana siguiente había que seguir con la tarea. Después de la cena muchos salían a sentarse en los poyos que había en sus puertas de casa, o sacaban sillas de anea para sentarse en la calle a la fresca sin peligro de que vinieran coches ni hubiera ruido de ningún motor que les estropease un momento de sosiego charlando con unos y otros antes de retirarse a dormir. Lo más reparador era un buen rato de conversación a la fresca, bajo las estrellas.

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