Mi amigo Brais Vázquez, que presume de ser gallego y hace muy bien de estar olgulloso de serlo, me dice que en su familia todavía conservan el recuerdo de los años en que sus antepasados venían a Castilla a ganarse el pan formando cuadrillas que se ajustaban como segadores a jornal de pueblo en pueblo:
-Allá por el año 1898, más menos, un tío abuelo mío dejó su cuerpo y su alma por algún paraje de Castilla. Al principio se desplazaban en el coche de San Fernando, dándose grandes caminatas, y después en aquellos trenes polvorientos de entonces.»
La historia de mi amigo Brais tiene sabor ancestral de círculo que se cierra, porque también en la memoria colectiva de nuestros pueblos permanece fijada la imagen de aquellas cuadrillas de gallegos que se acercaban por los caminos de tierra, cansados de todos los kilómetros acumulados en los pies, y siempre dispuestos con sus hoces bien afiladas a empuñar la herramienta y volcarse a la labor de la siega.
Unas semanas antes habían llegado los afiladores, dejándose anunciar por aquellos silbatos musicales que tanto llamaban la atención de los chicos. Muchas veces también esquilaban a las caballerías, igual burros que bueyes que machos, librándoles de la capa de pelo que les había abrigado por el invierno pero que les sobraba con los calores del verano. Los gallegos tenían fama de ser buenos trabajadores, y la gente confiaba en que con su ayuda podía adelantar la siega antes de que le pegase el pedrisco y echase a perder en media hora de granizo la cosecha de todo el año de fatigas.
Las cuadrillas de gallegos trabajaban de sol a sol, y a veces hasta trasnochaban segando a la luz de la luna para sacar más labor y adelantar unos días la vuelta a casa.
Algunos tenían otros oficios, como zapateros o albañiles, y no era raro que se ajustasen en alguna obra o que se ganasen unas perras componiendo la correa de alguna albarca o echándole suelas.
-Mi tío abuelo se llamaba Santiago Vázquez Arias, y seguramente empezaría a ir a la siega como ateiro, que era como se llamaban los rapaces encargados de ir atando los haces y hacerse cargo de la comida y la bota de vino o la botija del agua. Mi tío abuelo había estado en la guerra de Cuba, y volvió de ella, pero no tuvo tanta suerte en la campaña de la siega. Un verano, cuando sus compañeros volvieron de la siega tuvieron la tristísima obligación de decir a su familia que Santiago había cogido la peste y se había quedado en Castilla descansando para siempre.
Los gallegos se acordaban mucho de su tierra y de los seres queridos que habían dejado en ella, y por donde quiera que pasaban dejaban el recuerdo de ser honrados y buenos trabajadores.
La historia que me cuenta mi amigo Brais tiene algo de sabor nostálgico de círculo que se cierra, y queremos dejarla por escrito para que no caiga en el olvido, y recordemos hoy aquellas personas que dejaban sus casas a principios del verano para venir a ganarse el pan entre nosotros, segando.
Eutiquio, es un placer leer tus historias.