La mecanización agrícola ha reducido muchísimo las tareas que exigían mayor esfuerzo físico relacionadas con la recolección del cereal. Las cosechadoras y los medios modernos de transporte de cargas han arrumbado las hoces y zoquetas, los trillos y las cribas, y tantos otros aperos que han dejado de ser de uso diario para pasar al olvido y casi el desconocimiento.
En Fuentearmegil se empezaban las tareas hacia la semana de Santa Isabel, a primeros de julio, yendo a segar a hoz, más tarde con las máquinas segadoras. Durante dos o tres semanas, según iba llegando a su punto la mies, los caminos eran un ir y venir sin parar de grupos de personas yendo de una tierra a otra, a caballo de alguna caballería, montados en los carros o andando si estaba cerca el sitio. Un dicho tradicional decía que hacia la última semana del mes tenía que estar segada toda la labor: “en Santiago, aunque esté acerado, dalo. Siégalo.” Al terminar la jornada dejaban en las tierras los haces en tresnales, que era la mejor forma de que se mojaran lo menos posible en caso de lluvia. Días más tarde se acarreaban hasta las eras en carros sin tapiales y pertrechados de palos altos para aumentar la carga, donde se hacían largas hacinas a la espera de la trilla que empezaba en cuanto acababa la tarea de la siega.
Los días de trillar empezaban a primera hora de la mañana, desbalagando los haces para formar la parva y enganchando la yunta al trillo encargado de ir desmenuzando la paja pasada tras pasada a lo largo de toda la mañana y, si hacía falta, buena parte de la tarde. De vez en cuando se tornaba con bieldos para que quedase por encima la parte menos trillada, y se ponían tornadoras por detrás del trillo para que fuesen removiendo la paja.
Cuando el sol empezaba a bajar se recogía la parva con el rastro tirado por la yunta, formando un montón en el centro que se completaba barriendo con escobones de tambarillas hasta dejar el solar sin un grano ni una brizna de paja.
En esos días las eras eran un bullicio de actividad sin descanso. Todos los vecinos dedicados a acarrear, trillar, recoger las parvas. A media mañana se hacía un alto para reponer fuerzas, y las familias se sentaban alrededor de una lona extendida bajo una sombra para comer algo de la matanza que se llevaba en fiambreras y echar un trago de la bota o del porrón que se iba pasando de mano en mano para que todos bebieran.
A últimos de julio la trilla estaba avanzada, y solía terminarse a principios de agosto. El que más y el que menos había terminado de trillar el trigo, andaba atareado trillando la cebada y la avena, y había dejado para el final una parva o dos de centeno, sembrado más que nada para harinilla de las cochinas, que era el mejor pienso de engorde pensando en la matanza.
En los huertos las cosas iban llegando según nos metíamos en el buen tiempo. A diario, después de la faena de las eras había que darse una vuelta a regar la hortaliza y, de vuelta a casa con el último sol de la tarde a punto de ponerse, los calderos que no subían llenos de agua para el consumo diario se aprovechaban para llevarlos llenos de tomates colorados, pimientos, y alguna lechuga alguna cebolla.
Las patatas también iban medrando y podían empezar a cogerse los primeros golpes, lo mismo que las vainillas, que formaban parte de la dieta diaria en lugar de las alubias secas, que ocupaban su lugar el resto del año.
En general, la temporada de verano sobresalía en mucho de todas las demás por la dureza del trabajo y las horas agotadoras, muchas veces desde antes de que amaneciera hasta bien traspuesto el sol. Es imposible terminar sin hacer un comentario sobre las ventajas aportadas a la vida en el campo por la maquinaria agrícrla, que ha venido a dotar a los hombres y mujeres que arrancan del suelo el alimento que comemos en unas condiciones de calidad de vida que nunca pudieron disfrutar los que nos precedieron. Nuestro mejor recuerdo y reconocimiento para ellos.