Las enfermedades de las ovejas.

En nuestros pueblos siempre hubo muchos rebaños de ovejas. Cuando yo era niño, y de eso hace años que pasó del medio siglo, en casi todas las casas había algún hatajo grande o pequeño en el que nunca faltaban dos o tres negras, y también una cabra como muestra de los tiempos en que abundaban los rebaños enteros de cabras, que a última hora quedó en un sólo hatajo que pastoreaba un cabrero ajustado por el concejo que las recogía por la mañana y las devolvía al anochecer.

Tener ovejas en aquellos tiempos era una buena ayuda en la economía de la casa, pero también daban muchos quebraderos de cabeza, cuando parían con complicaciones, cuando se perniquebraba alguna y había que bizmarla, o por el invierno, que obligaba a echarlas de comer todos los días si no podían salir de careo por las ventiscas o por la nieve.

Lo peor era cuando tenían alguna enfermedad y costaba trabajo sacarlas adelante, pero por lo general se mantenían sanas, aunque no faltaba la que amanecía con un velo o niebla en el ojo, con patera o embargada. Eso si no se estepaban en primavera o salía alguna modorra.

La nube en un ojo había quien la curaba haciéndole una pequeña cortada para que sangrara, y otros le echaban un poco sal para que lagrimeara y se le limpiara. Algunos acostumbraban a meterle por la boca una paja larga que llamaban bálago, para que la nube fuera desaguándose por ella.

Si alguna comía hierba con rocío o muchos ababoles se le pujaba la tripa, y se curaba poniéndole un palo atravesado en la boca para que la tuviera abierta y haciendo que caminara hasta que se disipaba.

Si salían modorras no quedaba más que matarlas, desaprovechando sólo los sesos por tenerlos hechos agua.

A veces nacía algún cordero muerto, y se aprovechaba la piel para sobreponérsela a otro de alguna que tuviera dos para conseguir que con su olor la oveja sin cría amamantara a uno de ellos.

Lo más preocupante era cuando amanecía alguna con la cabeza o la ubre hinchada, y no podía saberse si le había picado una culebra o tenía alguna gusanera. En esos casos se echaba mano de conocimientos aprendidos de unas generaciones a otras que no todos disponían de ellos.

Me acuerdo de una vez, yo tendría que ser bien pequeño, igual no tenía más allá de cuatro años, tirando mucho cinco, y mi madre me mandó con un puchero lleno de agua, que fuese a una casa que con el tiempo tiraron como tantas otras, que me estarían esperando a la puerta y tenía que darles el puchero para bendijesen el agua con el unicornio que custodiaban. No lo he olvidado desde entonces porque tampoco he olvidado el miedo de entrar en aquel sitio casi a oscuras por falta de ventanas. La mujer era muy vieja, y llevaba una saya negra, igual que la chambra y el pañuelo de la cabeza, que sólo le dejaba descubiertos los ojos y parte de la cara. Estábamos los dos solos en un cuarto pequeño y oscuro como la noche, y de una pared descolgó un cuerno o trozo de cuerno, bastante fino y de color hueso, terminado en punta y sujeto a un cordel de cuero o de cáñamo.

Yo estaba parado en medio del cuarto, y ella se puso a rezar casi entre dientes una oración venida por el unicornio desde la memoria del tiempo, procurando que no se desvelara el poder del rezo, haciendo cruces en el aire y tocando con él el borde del puchero.

¿Sanaría la oveja? Pienso que sí porque no recuerdo que nunca se nos muriese ninguna después de curarle la ubre con aquel remedio. Puede que se curara al darle masajes en la zona enferma al lavárselo con el agua, o que lo que necesitara era tenerlo limpio y con ello se desinfectara.

Con el tiempo, murió siendo muy vieja, bien creo que pasados los noventa, y tiraron la casa no sé si para que no se rehundiera o para hacer otra nueva donde estaba aquella. Lo cierto es que he conservado toda la vida envuelto en una sombra de temor y respeto aquel recuerdo de pequeño. Temor porque realmente me lo infundía cada vez que mi madre me mandaba ir con el puchero, y respeto y reconocimiento por la ayuda que aquella mujer prestaría con su sabiduría a todos los que tuvieran animales aquejados de males que no podían sanarse de ninguna otra forma. Eran otros modos de vida, y había que ayudarse unos con otros.

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