La venta de la vaca

No sé el tiempo que habrá pasado desde aquellos años lejanos en los que la vida discurría siguiendo el orden cíclico que aseguraba el equilibrio marcado por las cuatro estaciones, pero tengo la impresión de que han sido siglos enteros, y quiero escribir los recuerdos que vienen a mi memoria de tarde en tarde antes de que los arrastre el olvido como arrastra cuanto encuentra a su paso la puja del río. Escribir las costumbres antiguas de los pueblos, puede ser un reconocimiento y un acto de justicia hacia los hombres y las mujeres que las vivieron.

Una mañana de cielo ceniciento, en aquella temporada del año todas las mañanas amanecían con el cielo ceniciento, mi padre ataba la vaca a la herradura que había junto a la puerta de casa, y se ponía a lavarla con gran calma. Mi madre sacaba de la lumbre calderos y calderos de agua caliente, y se los iba echando pausadamente por el lomo, por los ijares, por los cuartos traseros, mientras él iba rascando con un trozo de teja los últimos restos de basura pegada. Al terminar la mañana, la vaca estaba completamente cambiada. Su pelo era más oscuro que nunca, y sus cuernos parecían más largos y más blancos.

Después de comer, mi padre se ponía su traje nuevo de pana, y nos besaba. La vaca salía de la cuadra majestuosa con una manta negra a la espalda, y una zumba dorada en un collar de cuero muy ancho con adornos brillantes y tachuelas doradas. Se iban los dos sin atender al tiempo, pacientemente, uno detrás del otro. Mirando sólo al camino y al cielo. La llevaba a la feria de San Esteban.

Diez años antes, en el pueblo todos tenían bueyes, pero la gente empezó a preferir los machos para hacer la labranza, y las boyadas que antaño tachonaban de negro el verde de las praderas poco a poco desaparecieron. Los bueyes comían más forraje, y exigían mayores atenciones. Después, por si fuera poco, estaban los quebrantos y las desgracias que acarreaban. Contaban que la única viuda que había en el pueblo se había quedado sola al poco de casarse, cuando un buey almorcó a su marido y murió camino de Soria antes de llegar a Navaleno, donde le llevaban en un carro de bueyes para que los médicos apañasen el estropicio que tenía en las tripas.

Todos los veranos los tábanos provocaban la estampida de los bueyes alguna vez cuando sesteaban en el soto del río, como cuando cayeron cinco novillos a un barranco huyendo de las moscas en desbandada. Lo recuerdo porque tuvieron que sacrificar a los cinco en la plaza, alguno con las cuatro patas rotas o el espinazo tronchado, y se repartió la carne en suertes entre todos los vecinos.

Qué lejos quedaban aquellos otoños en que llegaban las carretas de bueyes de San Leonardo cargadas con vigas de pino y piñas de los pinares, y cambiaban por grano y paja para que sirvieran de pienso y camas de las cuadras durante el invierno.

Entonces fue cuando mi padre se deshizo de la yunta de bueyes y compró una vaca y un burro, que uncía emparejados lo mismo al arado que al trillo o al carro. El burro era un animal noble y no muy grande, al que llamábamos boche en apelativo afectuoso sin que fuera necesario ningún otro nombre para distinguirlo de los demás del pueblo. La vaca, en contraste, tenía dos: uno de ellos era bueno, y lo usábamos cuando se portaba con mansedumbre o queríamos que nos mirara con aquellos ojos suyos, tan grandes y expresivos que parecían hablarnos. El otro era duro, y sonaba como un trallazo en la boca de mi padre, que lo utilizaba en contadas ocasiones, cuando se ponía terca o permanecía inmóvil como una mole inconmovible desobedeciendo las órdenes que le daba.

Pero a la vaca le entró la gusanera en una pata, y quedó valdada. Ni los emplastos ni la bizma consiguieron sanarla. Por eso decidió venderla para carne en la feria. Definitivamente, compraría una yunta de machos, y dejaría el burro sólo como animal de viaje y carga.

En los días siguientes, dos huecos manchaban de silencio toda la casa. Casi ni el sol venía a vernos. En la mesa nadie cumplía el rito de partir el pan ni de empezar a comer el primero. y la cuadra se nos antojaba la noche más oscura del invierno.

Al tercer día un sol tímido aparecía al filo del último crepúsculo como un panete de aceite colgado por encima del despoblado de Cañicera, pero por el camino no se veía a nadie hasta los encinares de la mojonera.

Después de oscurecido, alguien abría la puerta cuando estábamos todos a la lumbre con miedo. Era mi padre, que volvía solo. Traía bajo el brazo la manta negra y la zumba con el collar de cuero.

La feria se había dado bien, y estaba contento.

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