La nevada de los gitanos

Aquel invierno sería recordado como el más duro y gélido de los que vivimos. Sucesivas tormentas de nieve borraron los caminos e incomunicaron el pueblo. Días y más días de temperaturas extremas crearon bajo el paisaje nevado una gruesa capa de hielo que aletargó bajo ella la vida del campo.

La leña ardía en el hogar mientras, desde el ventanuco, contemplábamos la llegada de las primeras moscas blancas. La tormenta cobró fuerza. Muy pronto los tejados del pueblo desaparecieron ante nuestra mirada tras una cortina de nieve. Durante horas pareció como si el cielo hubiera abierto sus entrañas para descargar sobre nosotros todo su helado contenido. Todavía nevaba copiosamente cuando nos acostamos.

Desde la cama escuchábamos el embriagador susurro del cierzo. Nos relataba mil secretos que traía para nosotros desde Siberia, aquella inhóspita tierra de la que sabíamos por una foto que habíamos visto en la enciclopedia del señor maestro. Nos fascinaban aquellos trineos cargados de personas de ojos rasgados y que extraños perros arrastraban hacia un horizonte de un blanco infinito. Conversando con el viento nos sorprendió el sueño.

Cuando nos despertamos a la mañana siguiente, la nieve se apelmazaba en los tejados. Los gruesos muros de piedra de nuestras casas y sus pequeños ventanucos constituían la mejor defensa en contra de un frío que entraba por cualquier resquicio que encontraba. El silbido se nos asemejaba a un mensaje que ponía a prueba nuestro valor de niños aventureros y nos retaba a salir y mantener un encarnizado combate con ese monstruo helado que nos esperaba en la calle.

Padre echó sobre el hogar un brazado de estepas, colocando junto a él un par de leños de encina, y encendió la lumbre con una tea.

El confortable calor del fuego nos hizo desistir de cualquier presunta lucha que pudiéramos mantener con el frío de la calle y nos convocó a su alrededor.

Durante los días siguientes, las nubes cubrían el cielo, pero no se registraron nuevas nevadas. La temperatura, contra todo pronóstico, ascendió. Comenzó el deshielo y los caminos, que hasta entonces sólo se intuían, empezaron a quedar a la vista.

En cuanto dejaba de nevar, los chiquillos salíamos a la calle y comenzábamos atroces batallas de bolas de nieve. No teníamos ropas adecuadas para aquellos días, y la nieve nos calaba los calcetines, que se dejaban ver entre los huecos del cuero de nuestras albarcas. Por lo frío del tiempo, muchos lucíamos en nuestras orejas una buena colección de sabañones. Con nuestros trineos nos arrojábamos en precipitadas carreras por la pendiente del Alto Calvario. Con palos rompíamos los afilados carámbanos que colgaban de los tejados, haciéndolos caer al suelo; después, los rechupeteábamos con gusto. Cuando la nieve comenzaba a caer de nuevo, regresábamos a nuestras casas, con las manos rojas y enteleridas de frío. Al calentarlas aún mojadas en la lumbre, una sensación entre dolor y ardor las invadía.

Hacia el mediodía el tiempo volvió a variar repentinamente. En el horizonte la masa de nubes se hizo más densa y oscura. Una fuerte ventisca las desplazó rápidamente hacia el pueblo y, casi sin darnos cuenta, nos vimos envueltos en una nueva tempestad. La nueva nieve se acumuló sobre la que aún no se había deshecho y muy pronto se formaron montañas en las que cualquiera de nosotros hubiera sido cubierto por completo. Caminos, arroyos y barrancos desaparecieron bajo un manto uniforme y compacto. Nada destacaba sobre aquella masa blanca que dotaba al paisaje de unas pinceladas de irrealidad soñada. El silencio resultaba estremecedor. Ningún sonido. La naturaleza parecía haber sucumbido ante aquel castigo que a más de uno se nos antojó divino.

Poco podíamos imaginar que mientras tanto, no muy lejos de donde estábamos, en las inmediaciones de un pueblo cercano, la nevada había sorprendido a la intemperie a toda una familia de gitanos. Errantes y tratantes de ganado, eran casi una veintena de personas entre niños y adultos. Llevaban consigo media docena de bestias, entre mulos, yeguas y asnos. En un viejo corral de campo encontraron refugio donde pasar la noche. Por lo intempestivo del clima, los gitanos permanecieron varios días guarecidos en él. Una hoguera alimentada con leña de estepa que recogían en los alrededores fue su única defensa contra el intenso frío. Los días de deshielo, la nieve derretida goteaba desde el techo recorriendo los maderos podridos del tejado y humedecía las viejas paredes de adobe.

Pasaron los días. Una nevada sucedió a otra, y a esta otra, otra más, y así pasaron varias jornadas de interminable temporal. Los vecinos de nuestro pueblo pasaban los días despejando la nieve de las calles con palas. Hacían pequeños senderos que en pocas horas otra nueva nevada cubría de nuevo.

Los gitanos permanecían aún guarecidos en el aprisco. Una fría noche nació en aquellos corrales un niño gitano de negros ojos, tez morena y buena estrella. El padre de la criatura, Ramón, al que apodaban el Garroso, en cuanto advirtió que su mujer empezaba a sufrir dolores, acudió a lomos de una de sus yeguas a avisar al médico del pueblo, que asistió a la gitana en el parto.

Allí permanecieron unos días más, hasta que una mañana les pareció que el tiempo mejoraba y se decidieron a seguir su camino hacia otras aldeas en las que continuar sus negocios.

Nuestro pueblo permanecía dormido, tendido en la ladera, aquella mañana en la que los gitanos se dirigían hacia él. Tan sólo el humo que salía por las chimeneas atestiguaba que aún quedaba vida dentro de aquellas casas. Hasta allí llegó a duras penas el Garroso, aterido de frío. Se acercaba con paso cansado, perdido en la blanca inmensidad de la nieve que lo cubría todo. Extenuado, llamó a la puerta de la primera casa que encontró. Lo hicieron pasar, haciéndole un hueco junto al fuego en el que pudo calentarse mientras explicaba su dramática situación.

Según refirió, eran más de una quincena de gitanos los que componían el grupo que se había quedado anclado en el camino. Se habían refugiado los días anteriores en unos corrales del pueblo vecino y, al levantar el tiempo, ese mismo día a primera hora, los habían abandonado para continuar su viaje. Entre el grupo venían hombres, mujeres y niños. Intentaban en vano subir camino arriba. El hielo formado en el sendero hacía que los cascos de las bestias resbalaran sobre él. Los mulos, incapaces de mantenerse en pie, yacían derrotados en el suelo helado. Buscaban ayuda, no tenían comida y necesitaban refugiarse del frío.

El alcalde organizó el rescate de inmediato. Reunió en la plaza a una buena cuadrilla de hombres y mozos que se dirigieron camino abajo, con palas y azadas en mano, en auxilio de los gitanos. Entre todos, en no poco tiempo, rompieron con sus azadones el hielo que impedía el paso de las monturas e hicieron con sus palas una vereda, camino arriba, hasta unos corrales desocupados que había a las afueras del pueblo. Los gitanos se alojaron en ellos durante el mes que tardaron el hielo y la nieve en desaparecer. Los vecinos del pueblo supieron entender su necesidad, y humana y solidariamente se ocuparon de proporcionarles alimentos durante todo ese tiempo. No es que pudieran ofrecerles grandes manjares, pues ni siquiera para ellos los tenían, pero sí lo suficiente para que aquellos hombres, mujeres y niños, y en especial aquel chiquitín recién nacido y su madre, sobrevivieran. Cada día de los que duró aquella nevada Ramón el Garroso se acercaba con su yegua hasta el pueblo y la gente salía a la puerta con alguna cucharada de manteca, un trozo de carne de oveja, unas patatas, alguna lata de alubias… y con eso llenaban su alforja, y el Garroso y los suyos tenían la dieta asegurada.

Desde entonces, un pacto de eterno agradecimiento uniría a aquellos gitanos con el pueblo. La hospitalidad mostrada por nuestra gente selló un fuerte vínculo de aprecio y confianza entre ellos y los tratantes, quienes jamás olvidaron lo que hicieron.

Años más tarde, cuando la magnitud de las nevadas ya no tenía nada que ver con aquellas de antaño, a la plaza del pueblo llegó un lujoso coche. De él bajó un muchacho apuesto. Miró a su alrededor. Cerca de allí, una anciana descansaba al sol sentada en un poyo de piedra. El joven se acercó a ella. No se conocían, pero compartieron con agrado palabras y sonrisas.

El chico habló a la anciana de una historia en la que la nieve y la solidaridad humana eran las protagonistas. Con voz firme y sincera, aquel muchacho de negros ojos, tez morena y buena estrella, se ganó la confianza de la mujer. Pocos minutos después los dos merendaban juntos en la cocina, conscientes de que no era aquélla la primera vez que la anciana compartía con él su comida.

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