Hacer el mosto en los lagares del pueblo.

La fiesta de las vendimias no termina el día de la recogida de la uva en las viñas. Ese es sólo el punto de partida de la gran ceremonia colectiva de pisar los racimos para hacer el mosto y asistir a la liturgia de su conversión en el vino, que algún día llegará a presidir la mesa de los mejores manjares con la gratitud de todos los comensales.

Los vendimiadores acudían con sus carros llenos de cestos rebosantes a los lagares, y un apreciador elegido entre los vecinos con mayor prestigio registrará en el libro de entradas el volumen de cada cosecha, que en su momento servirá para el reparto del mosto, a razón de un kilo y cuarto por litro limpio.

Al día siguiente se reunían los pisadores par repetir su tarea milenaria, y una vez hecha su labor poner en funcionamiento la prensa artesanal encargada de extraer de los ollejos hasta la última gota del néctar de los dioses.

Los más pequeños no estábamos llamados a participar en el pisado, pero cuando empezaba a salir el primer mosto por el aliviadero de la pileta la noticia pasaba rebotando de esquina en esquina por todo el pueblo, y los chicos corríamos como si voláramos, ada uno con un jarro, una colodra, un bote vacío o lo que tuviéramos más a mano.

-Yo quiero otro jarro.

-Dame más, que me ha sabido a poco.

El mosto recién exprimido es delicioso, como una sonrisa de sol que se enciende en la boca y acaricia el paladar cuando lo toca.

Todas las bodegas del pueblo están abiertas, todas dispuestas con las cubas esperando ser llenadas.

Y son los mozos los que suben y bajan, traen y llevan, recorren todas las calles acarreando a la espalda los pellejos con la panza llena del caldo de la nueva añada.

-Que lo gastemos con salud.

-Eso es lo que hace falta.

-Que sea por muchos años.

Eran bien venidos en todas las casas, y todos les agradecían el servicio que prestaban y les deseaban bienaventuranzas.

Las calles eran un bullicio festivo de mozos que pasaban y repasaban camino de las bodegas, rodeados de chicos saltando y chillando para que les dieran mosto de los pellejos. A última hora de la tarde se veía al zarragón revestido con sus ropajes y su bastón de mando, repartiendo mosto de una pelleja a todos los que querían, grandes y pequeños, y en la plaza los gaiteros y el tamboritero empezaban a hacer sonar sus instrumentos para el baile. Las chicas de la escuela se arremolinaban alrededor de ellos, bailando en corro entre ellas mientras empezaban los gaiteros a tocar la música. Los más pequeños nos quedábamos un poco lejos, mirando la algarabía de los mayores, que se reían y levantaban los brazos al aire, dando vueltas alrededor de la plaza al son de las gaitas, y pensábamos que algún día también nosotros seríamos mozos y bailaríamos la rueda.

En las bodegas las cubas estaban llenas de mosto hasta la boca, y sólo faltaba esperar a que fermentara y se convirtiera en vino. Había que celebrarlo.

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