Guindillas en vinagre, una experiencia memorable.

Si hay algo que mejora un buen plato de alubias o de patatas es una cazuelita al lado con unas guindillas en vinagre o unos pimientos atomatados de esos que tienen algo más de carne y no pican. Yo siempre suelo pedirlo en los restaurantes cuando comemos fuera, y guardo en la memoria para volver otro día los sitios donde no se extrañan de mi buen gusto pidiendo guindillas en vinagre para acompañar algunas comidas sin que les parezca una extravagancia.

Entrado ya el verano, en nuestros pueblos llegaban todas juntas las hortalizas de los huertos, y la gente las extendían encima de las trojes de la cámbara rebosantes de trigo para que terminaran de sazonarse.

Las mujeres solían poner los tomates en conserva metiéndolos en botellas con unos polvos que vendían para que no se estropearan, y los iban gastando para hacer pisto, bacalao en salsa o cualquier guiso de diario.

La casa donde yo nací tenía una parra a la puerta y un poyo a cada lado para sentarnos a la entrada, pero desde hace unos años se está rehundiendo por fuera y por dentro. Vigas podridas, paredes sin el lucimiento de la jalbegue con los adobes desnudos, puertas desvencijadas. La escalera de madera que subía a la cámbara son cuatro tablas en el suelo y el hueco oscuro que ocupaba en otro tiempo.

El cuarto donde yo dormía con tres de mis hermanos en dos camas. La alcoba de nuestros padres, separada con unas cortinas claras del comedor que sólo usábamos los días de fiesta y por matanzas. La cocina tenía una puerta partida por la mitad para poder abrir la de arriba cuando hacía mucho humo. Siempre fue el corazón de las casas, y allí comíamos todos los días cogiendo la comida cada uno con su cuchara de una sola cazuela puesta en medio, jugábamos en invierno a las cartas en torno a la mesa redonda con su tapete y sus enaguas tapando el brasero, pasábamos el rato calentándonos a la lumbre mientras asábamos bellotas o patatas… Si oíamos el cierzo por la boca de la chimenea nos corría un escalofrío por mitad de la espalda. Recuerdo que una vez cayó una golondrina y estuvo revoloteando dándose contra las paredes hasta que abrimos la puerta para que escapara. Las golondrinas era pecado comérselas.

Para poner las guindillas y los pimientos en vinagre se usaban unos recipientes de madera llamados cubiletes parecidos a una cuba pequeña de unos cuarenta centímetros de diámetro y algo más de medio metro de altura, que se llenaban hasta el borde, y se cubría de vinagre del vino de la cosecha, poniéndole un peso encima para que quedasen bien cubiertos. Pasadas unas semanas van perdiendo volumen, por lo que podemos volver a rellenar. Dicen que es bueno también echar un puñado de trigo o de garbanzos porque le da un color más aparente al verde crudo de los pimientos.

Solían empezar a comerse por temporada de navidad o matanzas, o sea que deben de estar haciéndose entre dos y tres meses por lo menos antes de empezar a echar mano de ellas.

Pasó el tiempo. Hoy ninguno renunciaríamos a lo conseguido por volver a lo viejo, pero cada año, cuando llega el mes de septiembre viene a nuestra memoria la pujanza de la parra cargada de racimos dorándose, el esplendor de los tomates colorados con toda su fragancia, el montón de pimientos y guindillas en su derroche de verdes y rojos, y un raizón enterrado se nos remueve por dentro.

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