A lo bajero del pueblo hay un terreno rodeado con una pared baja de piedras donde todos los vecinos hasta hace unos años tenían pequeños huertos en los que sembraban toda clase de hortalizas que regaban con el agua que sacaban con un caldero y una soga cada uno de su pozo. Muchos habían plantado también un ciruelo o un manzano, pero daban poco porque las heladas de primavera echaban a perder las flores antes de cuajar y las pocas que salían adelante los pájaros picoteaban la fruta sin dejarla llegar a término. En algunos huertos había frutales más raros, como el naranjo que un verano trajeron unos valencianos que nunca llegó a dar nada y el invierno acabó por arruinarlo, o un lauredal que había salido en un cirate que todas las mujeres cogían alguna hoja para echar a la comida.
A los chicos nos gustaban los huertos porque era el mejor sitio para ir a matar gorriones con los tiragomas y en cuanto llegaba el verano andábamos al retortero de los árboles por si podíamos pegársela a sus dueños.
Las primeras que llegaban eran las guindas del guindal de la huerta del cura, que hacían reír de agrias y los tordos ya estaban tras ellas. La huerta del cura se sigue llamando así aunque han pasado cuarenta años del último que vivió en el pueblo. Después maduraban los perucos del huerto del tio Gonzalo, que estaba liego desde que él decidió dejarlo todo para ir a ganarse la vida fuera, que yo creo que llegaban antes porque no estaba sembrado y el sol les pegaba de plano. Al tiempo que iban madurando los perales que había en otros huertos, todos criaban unas peras pequeñas y un poco ácidas, empezaban a llegar las ciruelas, primero las verdes, luego las claudias, más tarde unas un poco alargadas de color morado llamadas turmas de fraile que dejaban la boca un poco áspera.
Empezaban a verse guindillas y pimientos en los sitios donde hasta entonces sólo se veía ramaje y hojas verde oscuras, tomates redondos de piel lisa y una fragancia que se desparramaba por el aire, cebollas y ajos con su tallo de hojas como espadas verdes inclinado hacia el suelo, los repollos y las lechugas vestidas con sus hojas anchas de verde fresco que daba miedo tocarlas por si se rompían o se manchaban.
Al caer la tarde sacábamos agua del pozo caldero a caldero y regábamos echándola por los surcos. El agua brillaba al sol un momento y después la tierra reseca la embebía deprisa como si estuviese sedienta.
La gallinaza de los gallineros y la palomina de los palomares bien derramada era el mejor abono para la hortaliza.
El día que cogíamos los primeros tomates colorados, con los primeros pimientos maduros, una cebolla blanca y una lechuga atada unas semanas antes con un junco para que el verdor de las hojas clareara, hacíamos la primera ensalada de la temporada. Aceite sal y vinagre de lo de casa. Y era una bendición de colores, olores y sabores en el picor ligero de la cebolla al cortarla, la lechuga en sus hojas desparramada, el pimiento roto y las medias lunas descarnadas de los tomates con sus labios abiertos de carne enjugada.
Las manzanas resaltaban entre las hojas de las ramas, pendientes redondos que cambiaban del verde más humilde a aquel otro que clareaba, amarilleaba, nos llamaba con la insinuación roja que una mañana pintaba el sol en su piel casi de mejilla encarnada. Alguna tarde caía alguna al suelo y al cogerla veíamos el moratón agujereado de estar agusanada.
Sol de julio amarillo de oro, sol de agosto como fuego derritiéndose. Sol de septiembre, amarillo pálido y dulce que va reduciéndose hasta sorberse como una caricia cuando se pone.
Las manzanas se contorneaban en su plenitud pequeña, verde de aguas unas, amarillas de oro amarillo las otras, y las que nos chistaban desde las ramas más altas, con su carmín y su asomo de sonrisa burlona y casta. Algunos aprovechaban las que estaban maladadas para hacer compota con ellas.
Hoy están casi todos los huertos liegos, y la gente ha hecho huertas más grandes y mejor equipadas, con invernaderos, motores eléctricos para el riego y la posibilidad de poder utilizar máquinas para no tener que hacer todas las labores a mano.
Lo que no se ha descubierto ha sido ninguna manera de ahuyentar los golpes de nostalgia cuando se nos amontonan los recuerdos delante de una buena ensalada bien aderezada en la que no falta ninguna hortaliza de las que siempre hubo en los huertos de nuestros pueblos, y el corazón se nos llena de aquellas tardes luminosas con el sol a punto de ponerse hacia lo de Zayuelas, en las que mirábamos el resultado del trabajo de todo el año y nos parecía bueno.