Edina, la cabrera

Edina vivía en una calleja que lindaba con mi casa, y todas las mañanas salía con su maletín de madera gris camino de la escuela, unas veces comiéndose una rebanada de pan con una tajada de tocino crudo, otras veces con una arenque, otras veces nada. Era la mayor de cuatro o cinco hermanos, y en su casa padecían estrecheces para sacar a todos adelante. Yo esperaba su paso asomado a la ventana, y seguía su estela prendido de su melena negra que movía con gracia, su falda azul ingrávida y sus apargatas desgastadas. Cuando doblaba la esquina hacia la plaza la calle quedaba desierta. Era dos o tres años mayor que yo, y me dolía un poco pensar que ni siquiera caería en que me asomaba a la ventana para verla.

Edina vivía en una calleja a surco de mi casa. Al cabo de pocos meses tuvo que encargarse de ir de cabrera con el rebaño de cabras de los vecinos del pueblo, y todos la llamaron la pequeña cabrera. Por la mañana temprano tocaba el cuerno para que cada familia sacara las suyas formando un buen atajo, y pasaba el día entero apacentándolas por los tomillares y los linderos del monte. Y fue allí, dicen que al pie del altozano de La Golinosa, donde un macho cabrío la tiró al suelo un verano, topeteándola y pisoteándola hasta que se cansó de hacerlo y la abandonó para seguir triscando retamas y estepas.

Edina vivía en una casa muy modesta entrando en una calleja que lindaba con la nuestra. Aquella tarde, cuando al anochecer volvió al ponerse el sol con el hatajo y cada cabra enderezó hacia su corral siguiendo la querencia cotidiana, muchos la vieron entrar en el pueblo magullada y con un brazo medio descompuesto por el percance.

Edina vivía lindando con mi casa, y todos los días la veía con su zurrón al hombro y su cuerno en la mano tocando la señal aprendida para que las cabras acudieran.

Pasó el tiempo. Ella empezó a dejar de ser chica apuntando a mocita, y yo debí de cumplir los ocho o nueve años. No muchos más, creo.

Y ocurrió algo que fijó para siempre aquellos acontecimientos en mi memoria. Fue un día de duro invierno cuando me sentí el más humillado de todos a la vez que el más dichoso. Edina estaba conduciendo a sus corrales a las últimas cabras, y el chivo se resistía a que le encerrara.

-¿Puedes ayudarme?

Yo estaba deseando que me pidiera algo. Lo que fuera.

-¿Qué quieres que haga?

Entonces el chivo arremetió contra mí con fuerza y me fue imposible esquivarle. Retrocedí y retrocedí intentando liberarme de la embestida, pero resbalé en el hielo de un charco, resquebrajándose y cayéndome dentro. Después se desentendió de mí y enderezó hacia el corral como si hubiese conseguido su propósito.

Me levanté chorreando agua helada y barro, y ella me esperaba a la entrada de su calleja. Buscaba algo en el zurrón, y su cara era un rubor de sonrisa callada.

-Ese chivo tiene el demonio en el cuerpo, y si no llega a ser por ti otra vez me la arma. Ten. Te lo has ganado. Muerde y verás cómo te gusta.

Y dio un mordisco a una manzana verde y roja antes de dármela para que yo también mordiera. Nunca he comido ninguna fruta tan sabrosa.

Edina vivía en una calleja que lindaba con mi casa. Cada vez que como manzanas me acuerdo del chivo y me acuerdo de ella.

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