Dos fallecimientos

Han muerto el Doroteo y la Santas. Me lo ha dicho uno del pueblo que vive fuera mandándome un mensaje a mi correo de twitter, y me parece casi un delito haberme enterado de esta forma y no poder estar un rato con su familia acompañándoles en estos momentos malos para ellos y para todos. Si no lo sabías es posible que la noticia te aya golpeado en el corazón como me pasó a mí. La muerte es siempre un golpe duro que nos obliga a bajar un poco la cabeza y darnos cuenta de que lo mismo que los adobes nosotros también estamos hechos de barro.

Esto es relativamente cierto porque las personas somos más que las piedras y las plantas, y cuando ya no estamos queda nuestra memoria en los que nos conocieron y quedan las cosas que hemos hecho en vida, que muchas veces duran ellas mucho más que nosotros.

Saberlo nos deja parados un momento pensando que ahora quedan dos casas más vacías. Dos calles un poco más desiertas. Desde hace años nadie siembra ya los huertos. La mayor parte de las tierras nadie las siembra. Las mujeres no bajan a lavar la ropa al río, ni los hombres llevan a dar agua al pilón sus yuntas.

Han muerto el Doroteo y la Santas, y su muerte ha abierto a nuestros pies un pozo hondo. Nos duele saber que cuando volvamos al pueblo encontraremos vacíos los sitios donde estábamos con ellos. Pero nos quedan para siempre sus obras, su ejemplo de vida, lo que pensando en todo lo que trabajaron en tiempos duros aprendimos a seguir adelante como hicieron ellos.

¿Y qué tal están la Marcelina y el Santos? La gente de nuestros pueblos siempre hemos sabido afrontar estas cosas con entereza. Sus hijos están volcados en ellos como siempre se hizo. Ya no es tan fácil como cuando las familias enteras vivían en el pueblo y las personas mayores iban repartiéndose por temporadas, pero siempre hay un modo para poder atenderlos.

Es ley de vida. Lo peor es que detrás de los que se van no vienen otros que sigan abriendo las puertas de casa todas las mañanas, saliendo a trabajar las tierras cada sementera, recogiendo la cosecha por el verano y yendo a vendimiar cuando llegan las uvas de las viñas.

Cada vez que muere alguien de nosotros es como si nos arrancaran un brazo, como si se nos abriese un hueco en un costado y no supiéramos cómo taparlo. Pensamos en los que nos faltan y acabamos convenciéndonos de que ellos querrían que no nos detengamos. Que sigamos viviendo por ellos.

Acompañamos en el dolor a sus hijos, aunque no podamos hacerlo personalmente.

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