Pescar cangrejos.

En nuestros ríos siempre hubo muchos cangrejos, pero había que tener cuidado para pescarlos porque los guardias se podían presentar en cualquier momento y te obligaban a echarlos otra vez al río, o se quedaban con ellos con el aquel de que sirvieran de prueba de la multa que te cascaban por pescarlos fuera de temporada o de los días señalados para cogerlos.

También multaban si se pescaba cuando era el tiempo pero resulta que habías tenido la mala suerte de meterse en los rateles alguno más pequeño de lo que ellos decían que tenía que ser para que fuesen reglamentarios.

-¿Y ellos no pescaban?

-¡Ni falta que les hacía! ¿Para qué iban a mojarse el culo si podían hartarse con los que nos quitaban a unos y otros?

Una vez contaban de uno que se fue a pescar en tanto misa sabiendo que la costumbre de los guardias era hacer la patrulla de vigilancia después de comer, como si se diesen un paseo tomando el aire por la orilla del río para bajar la comida, y resultó que ese día se les ocurrió darse una vuelta antes de tomar el vermut, y le encontraron por encima del puente del Burgo, botando un pozo que parecía un criadero.

La cosa es que echó a correr abandonando un caldero casi lleno escondido entre unas junqueras, y parece que le estuvieron persiguiendo un buen rato pero que al final se cansaron y le dejaron en paz. Lo malo fue que cuando fue a buscar los cangrejos no estaba ni el caldero.

Años más tarde, hablando con un guardia ya retirado que andaba por el Teleclub, le pareció que era uno de ellos y se lo preguntó sin andarse por las ramas.

-¿No me digas que eras tú al que le pillamos con más de diez kilos de cangrejos hace años en la vega.

-Pues sí, era yo. Y lo que es más, ahora ya conozco también yo a uno de los que se los comieron.

En aquellos años se daban mucho los cangrejos por aquí. En cualquier parte del río te los encontrabas, y hasta en muchos arroyos. Yo creo que hasta podías salir al monte con una pala corva y te volvías a casa con las alforjas llenas hasta los cabezones.

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