Casa con memoria

Hoy duerme medio rehundida, deshabitada, pero respiran dentro todas las cosas que vivimos cuando vivíamos en ella: la risa, el frío, el hambre, el fuego…

Por encima de la puerta de entrada, sobre el madero desbastado que servía de asiento, la parra nos invitaba con su esplendor de verdes, marrones y grises a alargar la mano hacia un racimo dorado, o hasta dos o tres uvas maduras según iban llegando.

La puerta con su cuarterón y su gatera. Estaba partida a media altura para que pudiera abrirse y cerrarse dejando pasar el sol y el aire por la parte de arriba. Los gatos y las gallinas entraban y salían a su antojo por la gatera cuando querían darse un paseo por la calle o volvían de sus correrías.

Todavía sigue clavada en un poste de la pared la herradura donde padre ataba la vaca por la noche para que durmiera en verano al sereno.

Al entrar en el portal, a mano izquierda estaba la despensa con la fresquera y lo de la matanza, y a mano derecha el cuarto con la mesa camilla de jugar a las cartas por el invierno al abrigo del brasero. Al otro lado de unas cortinas rosadas, la alcoba de nuestros padres, con su cama altísima y su cabecera de barrotes de hierro terminados en bolitas doradas. Si nos parecía oír un golpe suave, sabíamos que madre había cerrado la puerta de la cocina para que no hiciera humo la leña recién traída un poco húmeda de la leñera.

El pan nunca faltaba en la panera, aunque algunas veces encanecido por el tiempo o algo roído por la querencia de los ratones. La chimenea era grande y redonda, y en una viga cerca de la boca revoloteaban en su nido las golondrinas.

La cuadra era el sitio más tenebroso. Algunas veces se oían golpes duros dentro, y eran los bueyes topetándose con los cuernos o dando coces contra la pared del cierzo. Una noche se soltaron luchándose, y los más pequeños nos quedamos dormidos atemorizados tapándonos hasta la cabeza.

La casa nos protegía del frío y del miedo, y vivimos dentro de ella todas las alegrías y las penurias que nos convirtieron en lo que hoy somos, aunque no nos acordemos de ello. La casa sí se acuerda.

El día que oímos abrirse la puerta de entrada estando solos, supimos que padre volvía de la feria de vender la vaca, ya muy vieja, y que traería la manta de abrigarla y la zumba en la mano.

En la despensa se concentraba el olor a miel y cera de abeja de cuando el abuelo cataba, que madre conservaba en una orza de barro.

Debajo de la escalera guardábamos las patatas, que en la hondura del invierno renacían en tallos largos y negreaban. Muchos días las comíamos machacadas para almorzar con un huevo frito y un torrendo.

Hoy la casa está vacía, pero retiene dentro de ella el hálito de todas nuestras inquietudes y nuestra confianza en el mañana.

Desapareció la parra. En el sitio donde estuvo el cuarto no queda nada. La cocina y la cuadra son un mismo vacío de escombros que cubren el suelo, y sólo los restos de jalbegue y del hollín en una de las paredes muestran el sitio de encender el fuego que nos acogía en su calor y su luz, mientras madre nos contaba la historia de los siete cabritillos a los que quería comerse el lobo.

Hoy la casa está vacía, como un caserón desmoronándose olvidado de sus últimos moradores, pero si acercamos el oído agudizado a la puerta nos parece presentir la vida de quienes vivieron en ella en otro tiempo. Éramos nosotros.

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