Atardecer de sol en el camino de Zayuelas

Llegaba de vacaciones con su familia a principios del verano y no se iba hasta finales de agosto.

Su madre era de nuestro pueblo y de joven salió a ganarse la vida a la capital, donde se casó con el hijo del empresario de la fábrica en que trabajaba.

Su padre se sentía algo incómodo en el pueblo y se pasaba el verano quejándose de la cal del agua, del tamo de las eras, de las moscas, mientras su mujer se entretenía hablando con todos y paseando por los mismos parajes que había estado de pequeña, cuando iba de pastora con las ovejas.

La hija Se llamaba Amanda y todos los chicos la mirábamos fascinados y soñábamos con ella.

Se llamaba Amanda y tenía trece años. Aquel curso había dejado Geografía y me ofrecí para ayudarla. Dábamos clase a la sombra de la parra de mi casa mientras los demás dormían la siesta, y al caer la tarde paseábamos por el camino que va al río repasando lo aprendido y comiendo garbanzos verdes de las matas que cogíamos al pasar por alguna tierra sembrada.

-Francia, capital París. Italia, capital Roma.

-No recuerdo la capital de Polonia…

-Varsovia.

Y me miraba con sus ojos negros, admirada de que yo sí lo supiera.

Algunas tardes, cuando los demás se levantaban de la siesta, nos sorprendían callados y retirábamos las manos que teníamos juntas sin darnos cuenta.

Yendo hacia el río a veces recitaba poesías de Antonio Machado que sabía de memoria, y los versos brotaban de su boca en un surtidor de pájaros de colores que se detenían un momento en el aire y luego salían disparados hacia el sol desapareciendo en una nube azulada.

Ella creía que la poesía era como el alma, que puede fundirse una en otra cuando las dos sienten al mismo tiempo un estallido de luz cegadora y se abandonan.

Se llamaba Amanda. El sol le daba en el pelo arrancándole brillos de oro como si riera.

Tenía trece años, y mis quince recién cumplidos hacían que me sintiese adulto a su lado, aunque también mucho más pequeño que ella cuando me miraba reflexiva en silencio y me arañaban por dentro sentimientos desconocidos, a la vez ásperos y cálidos.

Una tarde, queriendo cortar una rama de un álamo a la orilla del río cayó al agua un poco más abajo del puente, y cuando me metí a sacarla se me clavó una piedra en un pie que me hizo una herida profunda y me dejó para siempre una marca.

A mediados de agosto su padre nos encontró escribiendo nuestros nombres en el tronco del chopo que hay delante de la iglesia y se le torció el gesto.

En los días siguientes el sol empezó a perder fuerza y el esplendor del verano fue apagándose. A su madre se le veía apesadumbrada, a veces asomada a una ventana, a veces mirando entristecida hacia el campo en la distancia.

Una semana después se marcharon de manera precipitada, y comprendí que al año siguiente no volverían al pueblo de vacaciones.

Se llamaba Amanda. Tenía trece años y desde entonces no he vuelto a verla.

Sólo me queda la marca de la herida en el pie que me hice en el río el día que la saqué del agua abrazándola, y el recuerdo de sus ojos negros, como dos pozos profundos que me llamaban.

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