El verano se muestra en este mes con su mayor brillantez y los días más largos del año. Podríamos decir sin ajustarnos con estricto rigor al calendario que sus cualidades se despliegan ya una semana antes, alrededor del día 25 de julio con la festividad de Santiago, y que se extienden en todo su apogeo hasta el 24 de agosto en que se conmemora San Bartolomé y la romería del cañón del río Lobos que convoca la participación de todos los vecinos de la comarca. Después de esa fecha los rayos del sol empiezan a perder fuerza encaminándose suavemente hacia septiembre.
Es el tiempo principal de la recolección de la cosecha. Durante el mes de julio tenía lugar la siega de la mies y la prosperidad de hortalizas y frutas. En agosto las eras de los pueblos se llenaban de hacinas esperando ser trilladas de sol a sol, convirtiendo la mies en grano y paja. Grano que se llevaría al molino harinero para transformarlo en pan para las personas y pienso para los animales. Paja desmenuzada que serviría de comida de algunos animales y de camas para corrales y cuadras.
En la segunda semana de agosto prácticamente todos habían acabado de trillar, y era el momento de beldar la parva, aprovechando los ratos que soplaba el viento con suficiente fuerza para separar el grano de la paja. Después de beldar había que terminar de quitar las últimas brozas con las cribas, unas de agujeros más pequeñas que otras, hasta terminar con el harnero de trama más fina que dejaba el grano limpio del todo. Hacia mediados de siglo empezaron a llegar a nuestros pueblos las primeras beldadoras, que hicieron más liviano el trabajo de la bielda, y sería ya en los años setenta cuando entraron las cosechadoras que iban a modernizar las tareas de la cosecha del cereal para siempre.
El día de San Roque hacían un alto en las tareas de las eras, y procesionaban hasta la ermita del santo, haciéndole ofrenda de las mejores espigas de la temporada y de las primeras uvas tintas de las viñas. El cambio de costumbres ha afectado también a algunos de estos ritos milenarios, pero la ermita levantada junto al camino del Burgo a la salida del pueblo, sigue siendo testigo y guardián del legado recibido de nuestros antepasados que, sin duda, permanecerá por los siglos ajena al discurrir del tiempo.
Al atardecer dedicaban un rato a regar la hortaliza de los huertos y, cuando tocaba el turno del regadío de la vega acudían a regar las alubias o las patatas sembradas junto al canal o la regadera que llevaba el agua de la presa hecha por el concejo de vecinos en el río a principios de verano.
Después de la cena muchos salían a sentarse en los poyos que había en las puertas de sus casas, o sacaban sillas de anea para sentarse en la calle a la fresca sin peligro de que vinieran coches ni hubiera ruido de ningún motor que les estropease un momento de sosiego charlando con unos y otros antes de retirarse a dormir. Lo más reparador era un buen rato de conversación a la fresca, bajo el manto universal de las estrellas.