Volver a Fuentearmegil

Volvía del norte atravesando desde Logroño la tierra de Cameros. A mi mente llegaban las excelentes páginas de mi amigo José Luis Calvo, remontando el Iregua con sus riberas verdes y rojas. Mi intención era volver a Fuentearmegil para recuperar paisajes abandonados en el desván de la memoria hacía casi cuarenta años. Dejé la carretera de Soria para ganar el puerto de Santa Inés, más allá de Villoslada y Montenegro de Cameros. Era una oportunidad de oro para subir a la laguna Negra. A su lado sólo cabían don Antonio Machado y los Infantes de Lara. Era un luminoso mediodía de pinares sólo electrizados por el eco de los graznidos roncos de los cuervos y el planear presentido y sigiloso de los buitres. Era difícil almacenar impávido la emoción de los cantiles envejecidos de la laguna, de las aguas tersas y oscuras y, sobre todo, del profundo silencio negro, verde, azul y caluroso.

Vinuesa es un poblamiento ciclópeo, cúbico y compacto de piedra y pino, casi necesario en las tierras-raíces de Urbión. De las tierras de Lara y Covaleda descendieron las estirpes de los foramontanos que repoblaron la serranía de Gredos y que prestaron la toponimia y el lenguaje a la Castilla meridional serrana y hasta la Traslasierra: pastores, guerreros, leñadores, hombres de pocas palabras pero recias, densas y firmes. El camino cruzaba San Leonardo que era estación de ferrocarril y, por lo tanto, núcleo importante de referencia entre Salas, Soria y El Burgo. Ucero abajo lleva el paisaje hasta el cañón del río Lobos, en Santa María de las Hoyas, donde la despoblación ha dejado más sitio al fantasma del cura Merino y su cuadrilla guerrillera. El río se encaja junto a la ermita de San Bartolomé rodeada de sotos en otra sinfonía de colores y de silencios con la susurrante sordina de los álamos abrazados armoniosamente por el viento.

Fuencaliente seguía siendo un juego de aguas subterráneas cargadas de misterio. El carst del páramo había marcado el territorio de simas y de incertidumbres. No era difícil recordar el efímero misterio del crimen de Lucía. Su familia le había prohibido las relaciones con el Nazario, más corto de fortuna y de tierras. Él moriría en la cárcel carcomido por la incomprensión y la tuberculosis.

Y enseguida Fuentearmegil. Aún no conozco la razón de ese nombre que suena a trinos alegres de ruiseñor junto al agua, a narcisos silvestres y a praderas tiernas. A cada paso, el espejo de los recuerdos se rompía casi estrepitosamente. Los campos no estaban canos de la mies en retales pequeños y desordenados. Era junio, pero no había ni haces, ni gavillas, ni espigas de cebada en las cunetas del camino…, un camino asfaltado y rectilíneo. Aquel campo se conformaba de grandes parcelas entre las que se adivinaban pocos tractores y algunos amplios ocres esperando la siembra de verano.

El camino, ya nuevo, entraba en el caserío sin sorpresa. No faltaban construcciones recientes con ese aire de chalet que dan los emigrantes a sus casas nuevas o a la reconstrucción de la que habían abandonado cuando se fueron a Bilbao y a Igualada. Los tejados lucían un rojo dominante que delata la relativa prosperidad y habían perdido, casi todos, la vieja chimenea de campana. Seguramente tampoco había escaños en las cocinas y en las leñeras de aulaga y de retama que bordeaban la era… pero tampoco había era, ni leñeras. Las calles y hasta la plaza estaban pavimentadas robando a mi memoria las “canteas”, las moscas, el barro y el estiércol. También había muerto la peluquería del Sr. Honorio, junto a la casa del pueblo. Preguntaba, de chico, qué quería decir aquello de «casa del pueblo», pero a principio de los cincuenta nadie se atrevía a darle una respuesta convincente. Por eso mi carácter se acrisolaba imaginándose respuestas a las preguntas aborbotonadas de mi curiosidad infantil.

El señor Honorio no sólo sabía leer y escribir, sino que era un reconocido artista local. Escribía cada año las coplas del «zarragón» para la fiesta del pueblo y había decorado su local dibujando animales en las paredes. Asnos y mulos, toros y pájaros, a punta de lapicero, hacían de aquella rudimentaria barbería una Altamira si no sagrada, venerable. Porque el «chamán» Honorio recibía «el Papel» poco más de una vez al mes. Todos los vecinos pasaban obligadamente para enterarse de la interpretación que Honorio hacía de aquel periódico intermitente y así se convertía en el cordón umbilical del pueblo con el mundo exterior. Dicen que hubo una fábrica de luz, porque se veían algunos cables viejos ennegrecidos en las cocinas, pero nadie lo recuerda. Debió de ser antes de la guerra de África. Tampoco había aparatos de radio, pero la verdad es que no hacían ninguna falta.

Don Boni tenía un grueso misal que le permitía decir una misa, decía que distinta, cada domingo. En verano, desde la siega hasta la vendimia, la misa del domingo era a las cuatro o las cinco de la mañana, porque ya se encargaba él de que no faltara nadie. El ayuntamiento debía de funcionar, pero a nadie le preocupaba lo más mínimo. La gente nacía, pasaba a hurtadillas por la escuela cuando no había mucho trabajo y luego buscaba la forma de casarse evitando, en la medida de lo posible, el ennoviarse con primos hermanos. Después se guardaba el traje de pana negra de la boda para las fiestas y para la mortaja y lo demás eran ovejas, yeros, cebada, trigo, centeno y viñas. Tampoco había problemas para enterrar a nadie, porque todos eran conscientes que un día u otro serían los protagonistas. Por aquellos años los quintos empezaron a no volver de la mili. Se enteraban de que en Baracaldo y en Tarrasa, trabajando, te pagaban un dinero fijo todas las semanas. Y con aquel dinero la gente se compraba ropa de fábrica mucho más elegante que la pana, la lana y las abarcas de goma y el capote pardo que les olía a paleto y a trabajo y a trabajo y a no haber baile, ni taberna, ni cine; sólo trabajo y, a lo peor, sin una ganancia al año.

Allí estaba la iglesia con su mismo San Isidro dentro y su torre cuadrada al lado. La torre que llamaba a las cabras, que reunía a las ovejas, que pedía ayuda y que tocaba a misa, y al rosario, y a procesión, y a muerto. Estaba allí, sin cal en las paredes, sin tejas nuevas y, todavía, con su puerta desvencijada y descomunal entrecerrada. Un poco más allá seguía el cementerio, un diminuto huerto-santo donde no parecía que hubiera habido mucho movimiento. Dos lápidas de mármol limpias pero muy viejas: una era la de mi abuela Victoriana, la otra de un boticario aburrido de vender Ceregumil y de jugar al julepe, cuya familia huyó para gastarse las ganancias en la capital.

De frente estaba la «tienda» del Sr. Guillermo, un emprendedor que se había lanzado a vender escabeche y carburo y algunas latas de conserva. No debió de irle mal el negocio, porque había en la puerta una pila de cajas de cerveza y de coca-cola. Efectivamente, su negocio había derivado hacia la hostelería, probablemente desde que el Sr. Lobo, que era la única y limitada competencia, con toda su familia se marcharon a Madrid,. Ellos tenían la llave del cementerio. Cuando la señora Upe descubrió quién era el que la pedía llamó a voces a su hijo Vicente, que regentaba el negocio. Era un mocetón de treinta y muchos años bien curtidos, enjuto, con pantalón vaquero y camisa de cuadros. Mira hijo, tú estás vivo gracias a Don Nicolás, el padre de este señor, y se deshizo en alabanzas de mi padre, médico, con excelente habilidad en obstetricia.

Aquello recompuso un poquito el esquema mental de aquel viaje zambullido en un tiempo de cuarenta años. Vicente aceptó la cortesía impuesta por su madre y después de apurar una cerveza salió en su furgoneta porque tenía trabajo. Visité complacido la tumba de mi abuela y di un paseo por las calles hasta la que había sido mi casa, hasta la escuela…

En mi recuerdo todavía persiste aquella tarde de mediado enero de 1955 en que llegué, muy niño, hasta la era en un camión con muebles. Por todas partes quedaban retazos de nieve que cubría los cerros y todo el horizonte. Tal vez era el primer camión que se aventuraba a llegar hasta aquel pueblo, lo que había de provocar una curiosidad irresistible en todo el mundo. De las calles que daban a la era salían figuras casi idénticas, cubiertas por un capote pardo oscuro con capucha puntiaguda. Los niños y los viejos sólo se distinguían por la agilidad de movimientos y por la estatura. Hombres y mujeres vestían la misma indumentaria y calzaban abarcas de anchas tiras de goma entre las que asomaba un calcetín algún día blanco grueso, de lana mal cardada. La pierna se atacaba con cintas hasta alcanzar la enagua o el pantalón. Ojos de asombro homogéneos en óvalos sombríos y reticentes de estameña.

Hubo que alojarse en una vivienda próxima a la plaza y a la ruina, oscura, lóbrega, con el único encanto de encontrarse al lado de una especie de tienda de farmacia en que lo más actual que se encontraba era la partida de cartas de la rebotica. El boticario departía cotidianamente con el cura, el secretario y el médico. No sabía si dispensaría alguna sulfamida sin fecha, escondida detrás de los tarros de hierbas, pero sí estoy seguro que cuando él se marchó del pueblo aún no había entrado un sólo preparado de penicilina. La abuela apenas pudo resistir aquel paisaje doméstico poco más de unos meses; el cementerio era sin duda más alegre. Intentó aguantar hasta la inauguración de un flamante centro rural de higiene, pero no tuvo la suerte de estrenarlo y nos dejó el 15 de abril. Yo había regresado a Santa María de Mercadillo, donde D. Julián Fernández Vicario me preparaba para el examen de ingreso y primero de bachillerato en el Instituto de Aranda de Duero. Fue D. Julián quien me comunicó la muerte de mi abuela, con gran cuidado y sensibilidad. Al fin y al cabo yo era un crío de diez años.

Un buen día, cerca del verano, el ayuntamiento informó que llegaría el gobernador de Soria a inaugurar la casa del médico. Era una vivienda amplia y alegre con un consultorio y cuatro habitaciones clínicas adosadas. Habían previsto la imposibilidad de trasladar a nadie con relativa urgencia, por el habitual estado de los caminos. Se aventuró un taxi y hubo que sacarlo con bueyes del atolladero. Naturalmente que nadie llegó a estrenar aquellas camas blancas de lo más barato porque la gente se moría con más comodidad en la cama de su casa y bastante tenían con llevar al muerto al cementerio de una sola vez.

La llegada del gobernador, que también me perdí, fue el acontecimiento histórico más relevante de la historia de Fuentearmegil desde su ignota fundación (tal vez por los celtíberos). Hasta los hombres se pusieron la camisa blanca y el traje de la boda. No se recuerda si llegó a visitar el ayuntamiento. Sólo quedaron grabados en mi recuerdo los comentarios: la llegada de dos motoristas a la alemana y un coche negro blindado por naturaleza y un deleite para la vista de aquella población. Seguramente se detuvo en la era donde le esperaba la concurrencia y los niños de la escuela unitaria, con banderitas de colores. No tengo constancia de los parabienes de bienvenida, pero sí era bien visible la cadena que formaban los mozos con calderos para poner agua en la instalación por si el señor gobernador abría un grifo. Y alguien le contó que sí lo hizo, brotando un chorro de agua limpia ante la admiración de la concurrencia. Más tarde sí que le contaron los discursos desde el balcón de la vivienda. Primero el del Gobernador, que lo habían preparado y sólo tuvo que consultar el nombre del pueblo en una chuleta que exhibía sin pudor desde el bolsillo. Le contestó mi padre que, además de médico, había hecho sus pinitos en política durante la república y además había ganado la guerra. Aquello supuso un hito memorable que debió acabar al perderse el polvo del coche negro en el horizonte.

No me supone esfuerzo alguno recordar aquellas habitaciones blancas, vacías, llenas de ecos, en las que recogía mi colección de insectos, las chapas y los cartones, las alubias para los cinco pozos y las dos canicas del guá. Fue aquella una época de esplendor inusitado en el que incluso llegó la electricidad, definitivamente, a Fuentearmegil. Con la electricidad llegó la radio y empezaron a circular por las calles Gila y Pepe Iglesias, el «Zorro zorrito, para mayores y pequeñitos». No podré olvidar jamás la desazón de la señora Isabel buscando una explicación plausible al receptor de radio debajo de la mesa, detrás del aparato. Sus ochenta y tantos años no podían aceptar, seriamente, que todo dependiera de aquel cordel aplicado a la pared por una clavija. Pero se resignaba al pensar que sus nietos mayores estaban en una fábrica de Igualada y que se hablaba de que querían irse los demás. Dónde iríamos a parar.

Allí seguían las ruinas del castillo, pero la montaña que recordaba se había convertido en un pequeño cerro que apenas superaba los tejados de las últimas casas. ¿Cómo podía haber sido una aventura llegar hasta aquellos muros derrumbados para ver una cigüeña muerta o para volar una cometa de papel y caña?

Inmediatamente me había incorporado a la Escuela Unitaria Masculina, porque como era cabeza de Ayuntamiento había dos unidades escolares: la de niños y la de niñas. Aquel invierno debió de ser más crudo de lo normal. El caso es que el titular de la escuela no se encontraba demasiado bien de salud y se ordenaba ayudar por su hijo mayor. En la pizarra había inscrito la muestra que debían repetir todos los niños en un ejercicio de caligrafía al que los más aventajados aplicarían, por añadidura, la gramática. «Pi, pii, piii, ce te pillo» en pulcra letra inglesa, trataba de demostrar que él sabía ya, de buena tinta, que había en el mundo automóviles, camiones y vehículos no arrastrados por semovientes (bueyes por más señas).

Prácticamente aquello fue el principio de mi vida “pública”. Inmediatamente se hizo evidente la necesidad de iniciar la formación en otro ambiente. A partir de entonces se iniciaría una ausencia intermitente y dominante, sólo interrumpida por los cortos periodos de vacaciones. Volver a Fuentearmegil era recuperar, de algún modo, todos los instantes perdidos de una infancia incompleta pero añorada. Concesión, sin duda, a la nostalgia, pero también reconquista de un territorio nunca dominado, sobre el que se casaban el odio y el amor. La belleza y la torpeza habían modelado una imagen poco perceptible de la realidad que presidió mi infancia.

En junio me presentaba en Aranda de Duero a los exámenes previstos. El de ingreso contenía un ejercicio escrito y otro oral. El primero se componía de un dictado de un texto bastante complicado, en el que no estaba permitido equivocarse en un sólo acento o signo de puntuación; y en algunos problemas de matemáticas de los que recuerdo algunas operaciones con quebrados. El examen oral se producía en un aula presidida por un escaño tras el que apenas se percibían las cabezas de un tribunal de tres vetustos profesores. Sólo recuerdo que me proporcionaron un puntero con el que apenas podía y con el que me pidieron señalar los afluentes de la izquierda del Ebro y los de la derecha del Duero en un mapa mural que cubría la pared de la espalda del tribunal. Cuando el bedel salió al pasillo y tras pronunciar mi nombre proclamó la nota de “apto”, fue como una explosión de júbilo hasta entonces nunca sentida. Para que mi gozo no fuera completo me comunicaron que no me podía examinar de primero porque había nacido el 9 de enero y, por tanto, no tenía la edad adecuada exigida por la ley. La otra decepción consistió en que mis padres me regalaron un estuche con lápices de colores, mientras que a mi hermano le regalaron un triciclo, que había sido la ilusión de toda mi vida. Bien es cierto que yo le rompería el triciclo sin querer en las eras del pueblo.

Otro recuerdo de Fuentearmegil es cómo Don Boni nos hacía repasar el Astete de cuatro en cuatro. Colocaba a cuatro muchachos en cuatro esquinas de la iglesia y se iniciaba el recitado encadenado de preguntas y respuestas del catecismo. ¡Ay de ti si te equivocabas! Llegaba el buen cura con su estribillo de “Aquilino, aquí lana, aquí pelo y aquí… nada”, con el consiguiente e inmisericorde tirón de pelo.

El partido médico de mi padre lo formaban Fuencaliente, Zayuelas, Santervás y, ocasionalmente, Berzosa y Valdealbín, además de Fuentearmegil. Aunque la distancia era pequeña, teniendo en cuenta que la medicina rural suponía estar de guardia las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año, había que buscar algún medio de locomoción que soportara loa caminos carreteros que formaban la infraestructura viaria. Sólo había una solución y esa solución se llamaba Lucero. Cuánto lamento no estar al corriente de cómo se adquirió aquel caballo, ni dónde se guardaba, ya que la casa no disponía de “garaje” adecuado. Lo que no puedo olvidar es cómo aprendí a subir y mantenerme encima de aquella generosa grupa, a pelo o con silla; de cómo tuve que ir a buscarlo a la dehesa común cuando se producía alguna urgencia; de las veces que tuve que caerme antes de familiarizarme con aquel manso, paciente, pero enorme animal. El caballo se complementó con una ‘serré’, una especie de cabriolé de dos grandes ruedas y capota abatible. En ella cabían dos personas más el equipaje. Maritere, que tenía seis años, acuñó la frase “justamente prietos, pero cabemos”, calculando lo que podríamos ocupar los seis miembros de la familia. La verdad es que yo la usé bastantes veces para ir a San Esteban donde tomaba el Shangai (Vigo – Barcelona) hasta Palencia y viceversa, en las vacaciones de Navidad y verano.

Hubo ocasiones en que fue necesario acudir a la ayuda de algún vecino para que me recogiera. En especial, ciertas Navidades, fue mi madre a la estación de San Esteban con un vecino y su carro. Llegamos al pueblo alrededor de las doce o la una de la mañana con más de un dedo de hielo sobre la manta que cubría el carro. Mi padre nos esperaba con una sopa de ajo y una copa de anís que según entraban parecía que resucitaba cada centímetro de mi cuerpo. Es verdad que podía pedirse un taxi, pero desde que mi madre quedó atascada en el barro del camino en un viaje que hizo ella sola y que hubo que rescatar el coche con bueyes, los taxistas se negaban a meterse en aquel pueblo por el camino de Matanza y Villálvaro. La otra salida para coger el autobús de Aranda por Fuencaliente a Ucero, no era mucho mejor. En cierta ocasión el autobús comenzó a echar humo y como no había agua le pusieron en el radiador una bota de vino, gracias a lo cual pudimos llegar a donde fuera para poder continuar el camino.

Gonzalo Barrientos (Chiclana, 22/7/92)

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