Esta tarde he estado picando cien gramos de nueces peladas para echarlas a un bizcocho de chocolate que las lleva, y me ha venido a la cabeza, como una bocanada de recuerdos de hace cuarenta años, la costumbre de mi abuelo de darnos un puñado cada vez que íbamos a verle a su casa, y nos sentábamos en el poyo que había junto al zaguán para cascarlos con un guijarro encima de una piedra grande.
A él le gustaba hacerlo aplastándolas entre las dos manos, y otras veces poniéndolas en el marco de una puerta abierta y cerrándola poco a poco hasta que se oía que se acababan partiendo.
Mi abuelo era muy viejo, muy viejo, y hablaba con palabras antiguas que a veces le corregíamos afeándoselas. Si viviera todavía, hoy registraría su conversación con una grabadora de alta calidad para que no pase al olvido ni una sola frase, ni una sola palabra, ni la más pequeña partícula lingüística de las que él usaba. Ya prácticamente nadie recuerda el modo de hablar de nuestros mayores, y sólo hemos podido recoger un centenar de páginas de palabras de las que antes se usaban. Casi nada.
Mi abuelo murió a principios de los años sesenta y se llevó con él una forma de vida y su memoria. En un cuaderno de tapas rojas olvidado en su cámbara encontré algunas palabras explicando las que se decían de modo diferente.
«Ubio, alcorde, aristas, titos, encanecido, raideras, lecherejas, livianos…»
Qué cierto es el dicho popular de que cada hombre atesora dentro más sabiduría que cien libros enteros, y que cuando alguien muere es como si una biblioteca entera quedase convertida en un montoncito de tierra que se va juntando con el polvo del suelo. Mis hijos no le conocieron, y ponen cara de incredulidad cuando les digo que antes todas las viviendas tenían cuadra saliendo los animales a la calle por el mismo sitio que las personas, y que entonces cada familia tenía su propio cocedero y el pan no se compraba en panaderías como hacemos ahora.
A las nuevas generaciones les gusta que les hablemos de las costumbres de entonces, y saben reconocer la dureza de aquella forma de vida que por suerte hemos dejado atrás y se vive casi como en las capitales también en los pueblos.
Mientras preparaba esta tarde las nueces picándolas con la picadora eléctrica para mezclarlas con los demás ingredientes, me ha venido a la cabeza la puerta de entrada de la casa de mi abuelo, de grandes tablones de madera y fuertes clavos de cabeza gorda, con el enorme ojo de la cerraja por el que nos asomábamos, y aquella llave de casi una cuarta de largo que, unas veces, se colgaba del cinto cuando se marchaba, y otras veces escondía debajo de una piedra para que pudiéramos abrir nosotros si íbamos a verle antes de que él volviera. No sé que sería de aquella llave. Cuánto me gustaría conservarla.