– La Lorenza se ha levantado hoy baldada con los riñones, que le traen a maltraer y no dejan de darle guerra –dice el tio Avelino.
– La farmacopea nos enseña que el mal de riñón se quita con infusiones de cola de caballo, que aquí llamamos pinillo –Don Leovigildo Rodrigo, el boticario, es un gran conocedor de las hierbas medicinales.
– Ella lo que anda cogiendo por los altos es manzanilla real para el dolor de tripas. pero lo que yo le digo, si me echo un trago del porrón me hace el mismo remedio.
Algunas mujeres suben de la fuente acarreando agua en calderos, o con un cántaro apoyado en cada cadera. Otras van hacia los huertos con un caldero para regar y una azadilla para reponer las hortalizas maladadas por los hielos de primavera. Los hombres están atareados en el campo con la siembra de los tardíos.
A las once salían los chicos y las chicas al recreo, y se llenaba la plaza de algarabía de niños jugando. Ellos a la tuta o al guá, y ellas a la cuerda o las tabas.
El boticario solía llamar a las chicas cuando observaba que les miraban desde lejos, y les daba unos caramelos que les parecían buenísimos, porque eran de los que ellas no compraban en casa de la Mercedes porque eran de los caros.
– La pequeña del Celestino dice doña Petra que es muy espabilada, y es la que mejor lee poesía de toda la escuela.
– Si estos chicos tuvieran las mismas oportunidades que los de las ciudades, más de uno y de dos saldría adelante con una buena carrera.
– Pues… como no les manden a los frailes o a las monjas…
– Nunca se sabe qué es mejor -dice don Leo-. ¿Dónde andan las tuyas trabajando?
– En Zaragoza sirviendo. Están en una buena casa, pero la mayor es algo respondona. No sé si pelechará allí.
– No tengas cuidado. Eso el tiempo lo arregla.
Pasado el recreo la plaza vuelve a quedarse sola. El tio David pasa con un carro de vacío tirado por dos bueyes negros. Es la última yunta que queda en el pueblo, porque de unos años a esta parte los vecinos los han cambiado por machos. Todos menos el Pedro de la tienda, que vendió los bueyes que le quedaron del tio Francisco y se compró un tractor con remolque.
– Adiós, adiós -cruza la plaza a buen paso don Mariano, seguramente haciendo la visita diaria. Don Mariano Alonso Micó era el médico, y saludaba con la cabeza sin detenerse por nada.
– Y usted que sabe tanto, don Leo, le voy a contar un caso que me pasó con una oveja, una partida de lecherejas y la perra del rebaño, que se medioperniquebró el otro día de un cantazo y voy a tener que bizmarla…
– Ya te veo que amagas poco a derecho.
– Pues es la cosa que me tuve que venir a casa con la oveja, que se nos quedó modorra y no seguía a las otras, la perra perniquebrada y las lecherejas, que es lo que termina de enredar el marro.
– Ya barrunto que quieres ponerme en un atolladero de los tuyos.
– Pues que venía con los tres por la senda de Valdemoro Grande, y llegamos al arroyo que baja de la Hoya partiendo en dos la pradera, y tuve que arreglármelas para cruzar el charco, que sólo podía pasar una cosa y tenía que cuidar que la oveja no se comiera las lecherejas mientras que pasaba la perra, pero tampoco quería que la perra mordiera a la oveja si las dejaba solas mientras pasaba las lecherejas…
– Eso no tiene enjundia. Pasas primero la oveja, y dejas atrás las lecherejas y la perra.
– Ya sabía yo que mucha farmacopea, pero… Y después de dejar a la oveja al otro lado y volver, el segundo viaje llevo a la perra o llevo las lecherejas…
– Bueno, vas a tener razón que es cosa de pensarlo dos veces. Mañana te traigo la respuesta. Toma, y métete en la boca un caramelo de menta de estos míos, que te vendrá bien para esa ronquera que te sale con el tabaco.
Dicen que don Leo comía tantos caramelos de menta que hasta en el bolsillo de la chaqueta llevaba un cucurucho de ellos cuando le enterraron.
El sacristán toca a mediodía, y el uno se encamina hacia la trasbotica y el otro a buscar vino a la bodega.
– Pero no vayas con el cuento donde el tio Ventura o el Luis de la Pepa, que esos se las saben todas desde que pagaron la cuartilla para entrar de mozos.
– Descuida, descuida, que yo me las pinto solo para deshacer el entuerto.
– Ya veremos. Ya veremos.