Los quehaceres del mes de diciembre

Aquellos fríos. Aquellas nevadas. Aquellos chupones tiritando de escalofríos colgados de los aleros de los tejados. Diciembre era el mes más crudo de todo el año. Dolían las uñas a punto de quedarse congeladas, y humeaba el aliento al salir de las bocas que castañeteaban.

El calor de la lumbre era el único sitio de la casa que invitaba a permanecer resguardados, defendiéndonos de la lluvia, la nieve y el cierzo, y de vez en cuando nos asomábamos entre los barrotes de alguna ventana, o por encima de la parte de abajo de aquellas puertas partidas que había antes, algunas también con cuarterón a la altura de los ojos que no necesitaban abrirse para mirar hacia afuera sin enfriarse. En las bocacanales la gente ponía calderos para que recogieran el agua de los tejados sin tener que ir a buscarla a la fuente.

Un día aparecían por el camino de Fuencaliente rebaños grandes y pequeños de bueyes y vacas que atravesaban el pueblo, y los mirábamos pasar con los ojos abiertos desde el quicio de la puerta. Algunos eran bueyes viejos y tenían el andar pensativo y lento. Otros eran novillos, y se desmandaban un poco dándose topetazos o arrancando una escapada que cortaba el vaquero con su ahinjada. Los llevaban a la feria. El día de La Inmaculada había feria en Berlanga, y allí acudían ríos de bueyes y vacas llegando de los últimos rincones de la provincia, unos para ser vendidos para carne por ser jóvenes o demasiado viejos, y otros para ser cambiados al trueque con el fin de renovar la yunta demasiado castigada por el trabajo duro de la simienza.

Los bueyes de nuestro pueblo tenían fama de ser los mejores del contorno. Corpulentos, recios, negros. Donde había un buey de los nuestros llamaba la atención de todos los ojos. Cuando los llevaban a la feria les ponían zumbas que brillaban como el oro de relimpias que las llevaban, sonando con aquel sonar vibrante y sonoro, apenas moviéndose colgadas de los grandes collares de cuero adornados de tachuelas doradas. Y junto a los bueyes su dueño, bien abrigado del frío con el capote de mejor paño pardo para refugiarse del frío, que despertaban la envidia por donde pasaban.

Terminada la siembra, pasado San Andrés, de vuelta de la feria de Berlanga, la gente se aplicaba a hacer los preparativos de leña delgada y gorda pensando en las navidades y en los días de matanzas.

Durante las fiestas de navidad se celebraba una de las costumbres más arraigadas en nuestros pueblos, el Reinado de los Mozos, nombrando entre ellos un Alcalde de mozos, que era el encargado de organizar todas las fiestas y celebraciones que hacían. vestido de Zarragón, iba de casa en casa pidiendo lo que fuera, como unas alubias, unos huevoso un trozo de tocino para hacer torrendos, y con todo ello se preparaban una merienda o cena a la que invitaban a las mozas, y cantaban coplas hechas por alguno de ellos que todavía se recuerda algunas con todo el tiempo que ha pasado.

Los huertos esperan que alarguen los días para ser plantados. Las tierras aguardan el paso del invierno hasta el rebrote del mejor tiempo… Y en las casas, los chicos juegan con la nieve y asan bellotas en las ascuas, los mayores reposan todos los cansancios recuperándose en la esperanza de la nueva cosecha… Y los más viejos ven pasar los años en el ciclo de la vida que se repite indefinidamente, al invierno le sigue la primavera, a la primavera el verano que acaba en el otoño. Las cuatro témporas se suceden una a otra en un sucederse interminable que no quisiéramos que termine nunca.

Ahora estamos en invierno, sentados al fuego. Un día se derretirá la nieve de las calles, saldrá un sol pequeño reflenando sus rayos en los charcos, y sabremos que ha despertado la vida y ha vuelto a ponerse en marcha.

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