Los cubillos, esos lugares de encanto donde brota la mejor agua.

En uno de mis primeros recuerdos de infancia me veo acompañando al tio Malaquías, que fue uno de los últimos carpinteros que hubo en nuestro pueblo y el concejo de vecinos le había encargado arreglar los desperfectos de la tapadera de madera que tenía el cubillo de La Hoya para que no lo ensuciaran las caballerías cuando iban a beber al arroyo que atravesaba la pradera de Valdelmoro.

Ahora se ven ya pocos, pero hasta que se concentraron las tierras y se encañaron la mayor parte de los manantiales, todo el término municipal estaba lleno de fuentes que brotaban a lo bajero de cualquier vallejo, al borde de una senda abierta por las huellas seculares de todos los que iban a buscar agua, o en medio de unas piedras blancas, remansándose en una charca que se convertía en arroyo y formaba una red natural de cursos de agua.

Los cubillos se hacían aprovechando algún tronco de roble o de encina corpulenta que solían encontrarse podrido por dentro en lo de Zayas cuando remataban suertes de leña para pasar el invierno, y el que se encargaba de ello terminaba de ahuecarlo a golpe de escoplo y mazo, hasta conseguir el espesor justo para que resistiese los imponderables del tiempo. Dicen que todavía quedan algunos originales que pueden tener más de cien años de vida. La mayoría han desaparecido desbaratados por los allanamientos de las parcelas, o se han reemplazado por tubos de hormigón, como el Cubillo del Chopo, que sigue estando donde siempre, en par de la canal de riego y muchos creen que no hay agua tan buena como la que allí mana.

El tio Malaquías vivía al lado de mi casa, y me gustaba pasar los días enteros en su taller de carpintería, admirando su habilidad para transformar en apero de labranza un trozo de madera apropiado. Los golpes de la azuela y el martillo me obligaban a cerrar y abrir los ojos fuerte, hasta hacerme ver chispas de luz flotando en el aire, pero cuando acababa su tarea y la obra estaba terminada, el dolor de los ojos se me olvidaba por completo. El tio Malaquías era algo taciturno pero a la vez muy tierno, y muchas de las cosas que aprendí a su lado las sigo recordando con el paso del tiempo.

– Mete el barril en el arroyo para que se refresque el vino.

Y yo lo hacía obediente, convencido de que mi ayuda era importante.

La tapa del cubillo tenía dos tablas tronchadas y había quedado inservible. Durante un rato le miraba sin pestañear, mientras daba golpes certeros con la azuela, repasaba las maderas con la escofina hasta ajustarlas al hueco, clavaba con el martillo media docena de puntas para afianzarlo todo.

– Ya está útil. Mira lo bien que abre y cierra, y lo bien tapado que queda el cubillo ahora.

Para celebrar el trabajo terminado, echamos un trago de vino del barril, por entonces los chicos también bebíamos porque los médicos no decían que fuera malo, y no he vuelto a beber vino con la misma satisfacción que entonces.

Recuerdo que brillaba un sol espléndido en el cielo, y que la pradera estaba llena de margaritas. También había setas rileras.

El día que desaparezca el último cubillo de nuestro pueblo, ya quedan pocos, se me habrá desmoronado bajo los pies la infancia.

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