Los agujeros de la memoria

Con el tio Avelino y la tia Lorenza cuando yo era pequeño vivía una mujer muy vieja que no consigo recordar cómo se llamaba ni cuándo moriría, imagino que como la hierba agostada al final del verano, consumida por los años igual que se consume en un candil el aceite extinguiéndose la mecha. Era menudita de estatura y muy encorvada, cargando todo su cuerpo sobre una cachava nudosa, y vestía de color negro desde las alpargatas oscuras hasta el pañuelo que llevaba en la cabeza anudado por debajo de la barbilla.

A los chicos nos gustaba acudir donde ella, sentándonos en el suelo a su alrededor para que nos contara historias de los tiempos antiguos que a veces nos sobrecogían por dentro.

pasaba todas las tardes sentada en una sillita baja de anea delante de una casucha destartalada a las afueras del pueblo por el camino de Valdelmoro que ahora es un solar de ortigas y abrojos, remendando mudas y sábanas en aquel tiempo en que todo se reutilizaba, o desmotando alubias y garbanzos para el consumo de toda la temporada.

– Las verrugas se quitan escondiendo una cabeza de ajos hasta que se secan.

– Pero, ¿quien se seca, las verrugas o los ajos?

– Cómo podéis tener tan poco caletre. ¿Para qué se iban a secar los ajos? Lo que pasa es que si el que tiene las verrugas se los encuentra, el hechizo se desanuda y no se secan.

– ¿Qué es un hechizo?

– Pues… un hechizo es… Yo digo una oración que tiene poderes, y si nadie levanta el escondrijo, descomponiéndole…

– ¿Tú tienes poderes?

– No, hombre. ¿De qué voy a tener yo poderes? No seas mostrenco. Los poderes son de la oración que yo me sé y que no puedo declarar porque se desbarata el remedio.

– A mi hermana mayor le ha picado una avispa.

– Las picaduras de aviespa se curan haciendo la señal de la cruz con saliva encima del sarpullido, o frotando con tres hierbas cogidas cerca del agua en luna llena.

Algunos días nos convidaba a merendar pan mojado en vino y azúcar o una rebanada huntada en manteca de la matanza con chicharrones.

En el portal de entrada había restos de sacos tirados por el suelo con restos de grano y cubiertos de polvo, aperos de labranza rotos, un arado sin la reja, un ubio sin el barzón ni las costillas para huncir la yunta, una cantarera sin cántaros. Alguna pared tenía todavía manchas de jalbegue de haber estado alguna vez enjalbegada, y en un rincón permanecía arrumbado un somier que nos hacía pensar vagamente que pudo formar parte de una cama antigua.

Al otro lado de la escalera que subía a la cámbara una chimenea de boca muy abierta seguía donde había estado la cocina, y las paredes todavía estaban ennegrecidas de hollín viejo.

– En Fuencaliente hubo una pastora que las quitaba con cabrunas de enebro.

– ¿Qué quitaba?

– Las berrugas, ¿no te amuela con lo que viene ahora éste?

Algunas tardes se cerraba en silencios pesados, y cada tanto se le escapaba de la boca media docena de palabras como desprendidas de donde las tuviese engüerando, como si se le fuese descomponiendo la memoria y de vez en cuando se le desmoronara un trozo.

Pasados los años, un día le pregunté a mi madre si sabía por qué aquella mujer iba a pasar las tardes sentada delante de aquella casa, y le pareció que era una pregunta que sólo la ignorancia perdonaba:

– Allí vivían el tio Santiago y la tia Micaela, y tuvieron un Basilio que se casó con una de Zayuelas que no me preguntes cómo se llamaba. Luego venía la tía Timotea, que acaso se casó en Valdealbín o Rejas, y la tia María del tio Jorge. Eran algo primos nuestros, porque la tia Micaela era prima segunda de padre por parte de uno que se llamaba Zacarías, que vivía haciendo medianil con nuestro cocedero…

– ¿Y qué tienen que ver esos con la tia Lorenza?

– Los otros eran mayores que ella, y mientras estaban todos se hacían cargo de la madre por meses, pero las campanas fueron tocando a clamores por ellos como un día tocarán por nosotros, y los enterramos.

– Pero… Y la casa.

– Pues es que ésa era su casa, y allí habían vivido todos de pequeños. La vieja era la tia Micaela, y no se hablaba con el tio Avelino porque tenía poca tierra y se había casado con su hija a la fuerza, pero ésa es otra historia. Ahora ya sabes la querencia que la hacía acudir todos los días a sentarse a la puerta de aquella casa. Era su casa.

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